De libros

Apuntes de lectura

  • Es fácil imaginar a aquel joven a la búsqueda del adjetivo que debía apuntalar determinada frase, la metáfora que clavaría la puntilla al lector.

La primera cosa que leí de Antonio Muñoz Molina fue El invierno en Lisboa (1987). Tenía yo 20 años y me bastaron estas pocas credenciales: se trataba de una novela negra escrita por un paisano. Al tener el volumen entre mis manos descubrí que el autor era ubetense, no granadino, pero no me dejé arredrar por el contratiempo. Me gustaba el título, me gustaba la portada, y no decepcionó las expectativas. La devoré en unas pocas tardes; no le faltaba de nada: había un personaje embutido en un abrigo y con un revólver en el bolsillo, una mujer fatal (con un nombre en consecuencia, Lucrecia), un individuo mezclado en turbios asuntos, un barman filósofo y un músico de jazz. He recuperado aquel ejemplar de la estantería -sus páginas empiezan a acusar el cuarto de siglo pasado- y mi vista tropieza con pasajes subrayados que soliviantaron al joven que fui y que todavía remueven algo dentro de este cuarentón de hoy. "Aspiraba a ser como esos héroes de las películas -leo ahora- cuya biografía comenzaba en el mismo tiempo de la acción y no tienen pasado". Cierro el libro con algo de aprensión. Veintiséis años más tarde, no me sorprende aquel fervor. Muñoz Molina jugaba con ventaja: en El invierno el Lisboa había mucha cinefilia y uno, cinéfilo contumaz desde su más tierna infancia, no podía sino caer rendido ante el artificio. Había un poso melancólico que fue a sumarse a otros sedimentos previos.

El daño estaba hecho, diría hoy, y empecé a buscar nuevos títulos suyos. A continuación leí su novela anterior, Beatus Ille, que me gustó mucho menos, aunque posiblemente fuera mucho mejor. Y leí, y sobre todo releí, sus dos primeros libros: El Robinson urbano, que reunía los artículos escritos para el extinto Diario de Granada entre 1982 y 1983, y Diario del Nautilus, con las piezas publicadas en Ideal entre 1983 y 1984. Estos textos ahondaron una brecha ya abierta por otra de mis pasiones confesas, Manuel Vázquez Montalbán. Gracias a su ejemplo, estos dos escritores han avivado el deseo de hablarle a la gente desde ese presente fugaz en que vivimos, han alimentado la voraz atracción por esas crónicas de repente de la prensa nuestra de cada día, me han reafirmado en la convicción de que en estas páginas efímeras que usted sostiene cabe hacer una literatura tan rotunda como en esos volúmenes con los cuales el escritor cree entrar en la antesala de la eternidad. Muñoz Molina escribió aquellos artículos mientras trabajaba como auxiliar administrativo en el Ayuntamiento de Granada, unos años a los que ha dedicado unas estimables líneas en su último y muy oportuno libro, Todo lo que era sólido (Seix Barral). "Escribir era mi vocación, y le dedicaba casi cada una de las tardes que me dejaba libre el trabajo, pero no imaginaba que alguna vez pudiera dedicarme sólo a la literatura y vivir de ella". Es fácil imaginar a aquel joven a la busca del adjetivo que debía apuntalar determinada frase, la metáfora que clavaría la puntilla al lector, el símil que remataría la faena, mientras realizaba diligentemente sus tareas.

Desde entonces he sido aceptablemente fiel a Antonio Muñoz Molina. Mentiría si dijera que he leído cuanto ha publicado, pero sus muchos libros en mi biblioteca dan fe de esta devoción. Personalmente, me habría gustado que cultivara más el género negro. Guardo un recuerdo muy vivo de Beltenebros (1989) y Plenilunio (1997). De Beltenebros me gustó el juego de espejos borgiano entre el pasado y el presente y el protagonista, Darman, que me recordaba poderosamente a cierto asesino a sueldo de cierta película de Jean-Pierre Melville. En Plenilunio sorprendía la limpieza con la que trasladaba el mundo de la provincia de George Simenon a tierras andaluzas. (No me gustaron, en cambio, nada de nada, las películas realizadas por Pilar Miró e Imanol Uribe a partir de las susodichas, pero esa es otra historia.) Con Beltenebros ocurrió lo mismo que con El invierno en Lisboa: una vez iniciada la lectura, dediqué cada minuto de mi tiempo libre para seguir adelante. No se dio el caso (no podía darse) con Plenilunio, acaso porque una novela de casi quinientas páginas como ésta no puede (ni debe) leerse en unas pocas tardes, so pena de quedarse en la superficie.

Con motivo de la publicación de La noche de los tiempos (2009) tuve la ocasión de entrevistarle para el Grupo Joly y no dudé en preguntarle si ya no le atraía el género. Me contestó como sigue: "Esa época pasó, aunque me gustaría imaginar una buena novela policíaca, una trama de misterio perfecta, entre racional y alucinatoria, como algunos cuentos de Chesterton o de Borges" (Granada Hoy, 15/11/2009). Ojalá no le falte la ocasión propicia para llevar adelante esta idea (el talento lo damos por descontado). Ya puestos, le haré una sugerencia: Podría ambientarla en Granada...

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