De libros

Fin de fiesta

  • El nuevo ensayo de Antonio Muñoz Molina analiza la deriva de la sociedad española desde el tardofranquismo hasta la crisis actual, revisando los signos que avisaban del desastre venidero.

Todo lo que era sólido. Antonio Muñoz Molina. Seix Barral. Barcelona, 2013. 254 páginas. 18,50 euros.

Demasiados lectores de Todo lo que era sólido han puesto el énfasis en señalar que ellos mismos u otros -y no sólo El Roto, como apunta Muñoz Molina- ya advirtieron de lo insostenible del llamado "milagro español" antes de que los efectos del derrumbe se manifestaran en toda su crudeza, pero el mayor o menor número de Casandras no afecta a la calidad de un diagnóstico que por otra parte tampoco se limita al pasado inmediato. En el mismo tono aleccionador de sus artículos cívicos o pedagógicos, el novelista se ocupa aquí de las señales -muy evidentes en el fondo, pero notoriamente desatendidas- que habrían permitido deducir que bajo la apariencia espectacular había bastantes cosas que no marchaban bien en España. Las teníamos delante, pero no supimos o quisimos verlas, pues nadie quiere ejercer de aguafiestas cuando el dinero fluye a raudales, los banqueros se deshacen en palabras amables y las grúas se extienden hasta donde alcanza la vista. Es verdad que no todos se beneficiaron por igual de aquella abundancia o de la corrupción asociada al desbarajuste urbanístico, pero también lo es que durante años se olvidó de dónde veníamos e incluso nos permitíamos dar lecciones, dando por ganada para siempre una posición que hoy, cuando todo es incertidumbre, desolación y melancolía, se antoja inalcanzable.

A medio camino entre el ensayo de actualidad, la crónica periodística y la divagación autobiográfica, Muñoz Molina ha escrito una suerte de libro denuncia, bien que retrospectiva, donde explica con sencillez e impecable ritmo narrativo el itinerario que hemos recorrido desde el tardofranquismo hasta la crisis actual, que como es sabido amenaza con llevarse por delante buena parte de los derechos -o privilegios, si nos comparamos con las regiones menos afortunadas del planeta- conseguidos en las últimas décadas. Pese a la referencia marxiana del título, Todo lo que era sólido ("se desvanece en el aire") no trata demasiado de economía -disciplina que llegó a parecer infalible, encarnada en brujos o augures cuyo prestigio se ha derrumbado junto con los bancos o las inmobiliarias- ni tampoco es un ensayo sociológico en sentido estricto. Al hilo de sus propias vivencias y de una inmersión en la hemeroteca centrada en los meses de enero y febrero de 2007, el autor propone un relato no lineal que analiza las causas profundas de la caída y propone abandonar de una vez el territorio de los simulacros -el cervantino retablo de las maravillas- para ingresar en la "edad de la razón".

La virulencia política, el despilfarro de las administraciones públicas, la multiplicación de taifas con delirios de grandeza, el folklorismo desmesurado, la insistencia obsesiva en las señas de identidad, el predominio de la comunicación sobre las acciones reales, la impunidad de los nuevos caciques, son algunos de los desarreglos que o no fueron tenidos en cuenta o se toleraron como males menores, por inercia, indiferencia, complicidad o cinismo. "Es extraordinario cómo pasamos por la vida con los ojos entrecerrados, los oídos entorpecidos, los pensamientos aletargados", dice la cita de Lord Jim que abre el ensayo, palabras que reflejan no tanto el gusto por la autoflagelación como una manifestación de extrañeza. Una vez que estamos habituados a ella, la democracia puede ser sólo el menos malo de los sistemas, pero necesita de principios fuertes -la pasividad se paga- que hagan efectivo el imperio de la ley frente a los abusos, la venalidad o la mera incompetencia.

Como muestra de los dislates cometidos, Muñoz Molina evoca el recuerdo de una expedición institucional valenciana a Nueva York, presidida por el presidente de la Comunidad -aquel hombre ridículo que necesitaba un retrato con Obama- al que acompañaba un numerosísimo séquito destinado a llenar los auditorios, donde apenas se veían anglohablantes pero sí reporteros llevados al efecto cuya misión era elaborar reportajes para consumo interno. O el encuentro con un constructor que presumía de ganar cientos de millones en una sola operación y pretendía levantar rascacielos en el corazón de la metrópolis norteamericana. O la visita a la Moncloa donde el anterior presidente del Gobierno, famoso optimista antropológico, afirmaba que había dinero de sobra -"la economía va como un tiro"- y más que llegaría en adelante. Por otro lado, observa con estupor el novelista, mientras el país alcanzaba un grado de prosperidad que hoy parece impensable y tardará años en volver, si es que vuelve, todo el mundo parecía obsesionado con las batallas ganadas o perdidas de la Transición o la Guerra Civil, desde presupuestos maximalistas que excluían toda posibilidad de acuerdo.

Puede que los planteamientos de Muñoz Molina, herederos del ideario regeneracionista, no sean muy atractivos para los tertulianos insomnes y demás amantes de las emociones fuertes, pero precisamente por eso merecerían ser atendidos. La educación, la responsabilidad, el respeto o la tolerancia no son valores de los que mueven masas, pero son los que al cabo garantizan la convivencia. El autor se acoge a la tradición socialdemócrata a la hora de defender lo público, pero su discurso no rehúsa principios liberales como el valor del esfuerzo o el mérito frente a los populismos de cualquier signo. Rechaza el sectarismo partidario y no excluye la autocrítica a una generación, la suya, que cedió a la seducción del poder en cuanto pisó los despachos alfombrados. Como antiguo funcionario, desde su puesto de auxiliar en el ayuntamiento de Granada, Muñoz Molina vivió de primera mano el fracaso de los intentos siempre postergados de fortalecer la carrera administrativa, cuya independencia del poder político habría impedido la reproducción del clientelismo y puesto freno a los desmanes de los sátrapas, que oficiaban en sus territorios como Sancho en Barataria.

Muñoz Molina se manifiesta contra el olvido de un pasado no tan remoto en el que España era en muchos aspectos un país del tercer mundo, pero también contra esa indolente forma de fatalismo que enmascara los problemas reales al relacionarlos con una esencia inveterada y supuestamente incorregible. Lo que llamamos Estado de bienestar es una conquista bien reciente, pero muchos ciudadanos se comportan como si fuera lo más natural del mundo, cuando sólo una porción minoritaria de la humanidad disfruta de su menguante cobertura. Sin una profunda conciencia cívica es imposible mantenerlo, y del mismo modo que se ganó puede perderse en poco tiempo. Muchas de las afirmaciones contenidas en Todo lo que era sólido son de sentido común, pero leídas de corrido crean un efecto multiplicador que reproduce la sensación de perplejidad experimentada por el novelista. Por su apología de la austeridad, en fin, y la forma misma de su discurso, el ensayo de Muñoz Molina se asemeja a un sermón laico donde se sugiere que los graves problemas de los españoles -frente a lo que sostienen ideólogos y tecnócratas- no tienen que ver sólo con la economía.

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