Mónica Ojeda | Escritora

"La violencia más obvia es el golpe, pero la palabra también hace daño"

  • Mónica Ojeda se inspira en las leyendas de Ecuador para 'Las voladoras', un libro de cuentos que se pregunta sobre la brutalidad que podemos albergar

Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988).

Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988). / Sergio Cardierno

Una leyenda del pueblo de Mira, en Ecuador, describe a unas hechiceras que conseguían alzar el vuelo tras untarse miel en las axilas. Mónica Ojeda ha elegido estas asombrosas figuras  para el arranque de Las voladoras (Páginas de Espuma), un excepcional libro de cuentos que se inspira en el folclore andino para interrogarse sobre la turbiedad y las sombras del ser humano. Ojeda, que ha publicado también estos días en Candaya el poemario Historia de la leche, confirma el talento que apuntaban obras como Nefando o Mandíbula con un libro tan turbador como bello. "¿Te gusta el sabor de la sangre?", pregunta uno de los personajes. "Me gusta. Sabe a lenguaje", le responden.

–"¿Bajar la voz? ¿Por qué tendría que hacerlo?", pregunta la protagonista del primer cuento. "Si uno murmura es porque teme o se avergüenza, pero yo no temo. Yo no me avergüenzo", dice. ¿Pueden entenderse esas frases como una declaración de intenciones de Las voladoras? El libro da voz a un conjunto de mujeres que sufren de algún modo la violencia.

–Yo no me marqué ese propósito concreto de darles voz, en cierto modo porque esos personajes ya poseen una voz poderosa, pero es verdad que ese comienzo puede tener algo de declaración de intenciones. Es un libro sobre mujeres que sufren violencia, como dices, pero que también pueden ejercerla sobre otros cuerpos. Ellas tienen un arrojo, una forma de actuar, que no se corresponden con esa idea extendida, al menos en Ecuador, de que las mujeres debemos ser modositas. No, perdonen,  ¿por qué tendría que hablar de forma comedida? En estas páginas vamos a encontrarnos con una serie de mujeres que hablan fuerte.    

–Ese cliché de que el paisaje es un personaje más encuentra en su libro pleno sentido. Ecuador, ese país de volcanes y terremotos, una tierra con una espiritualidad ancestral, es un escenario portentoso.

–Sí, hasta el punto de que es un misterio que sigamos vivos. Mi existencia es un milagro [ríe]. Hace poco, un volcán entró en erupción en el oriente de Ecuador, y mi madre se levantó en Guayaquil con la ciudad cubierta de ceniza. Imagínate, convivir con eso como si fuera lo más normal del mundo... Es un territorio pequeño repleto de volcanes, que tiene todos los climas posibles, una diversidad de fauna y flora impresionante, con un ave tan particular como el cóndor de símbolo, y con una tradición mitológica anquilosada. En este libro yo quería captar ese contraste de que viviéramos en ciudades modernas y aún se mantuviera una espiritualidad ancestral. No hago una descripción detallada de los sitios, pero sí hay, digamos, una geografía emocional que está muy presente. El gótico aborda miedos universales, apela a inquietudes que todos tenemos, pero cada paisaje condiciona. No es lo mismo el gótico victoriano que el gótico andino. Humboldt decía que no entendía a la gente de Ecuador, que dormía tranquila entre volcanes y se ponía alegre con canciones tristes. Y, sí, un volcán es algo bello si lo contemplas, pero también da pavor, porque puede destruirte en segundos.  Los ecuatorianos vivimos con eso.

–En Sangre coagulada la abuela besa a los animales antes de decapitarlos.  Y ocurre también en otros relatos que la ternura aparece, en medio de la brutalidad, como un fogonazo, un destello.

–Me conmueve especialmente la idea de que, cuanta más violencia tenemos a nuestro alrededor, más vulnerables nos sentimos y más necesitamos una caricia. Si nuestra pareja, en condiciones normales, nos da un abrazo, puede que no valoremos ese gesto. Pero si esa muestra de afecto nos llega en medio de la hostilidad la ternura cobra otra dimensión. Me gusta recoger eso en mi obra. 

–La violencia tiene muchas formas de manifestarse, y en Soroche retrata, a través del vídeo erótico que se difunde de una mujer, las vejaciones que ha favorecido la tecnología.

–Sí, y es un cuento que me costó mucho escribir, lo encontré doloroso. Sufrí con ese modo en que el personaje se describe, de una manera tan  abyecta, tan desagradable, porque es así como las demás la miran, la ven gorda y eso hace que ella se sienta indigna. Impacta ver la capacidad que tenemos para odiarnos a nosotras mismas. En este libro traté de ahondar en distintos tipos de violencia, y no todas las violencias residen en el golpe. Ésa es la violencia más obvia, más evidente, pero luego hay unas violencias discursivas que destruyen psicológicamente a las personas. En ese cuento vemos lo que las palabras son capaces de hacer. También pueden causar mucho daño.

"Humboldt decía que no entendía a la gente de Ecuador, que dormía tranquila entre volcanes"

–En sus narraciones vuelve a aparecer el incesto, una cuestión, por lo que usted ha investigado, muy presente en la literatura latinoamericana. 

–Hay un detalle divertido: en todos los culebrones que yo veía de niña llegaba el momento en el que unos amantes temían ser hermanos. Eso no viene de la nada: yo intenté analizar eso, porque ese tema también está en la literatura fundacional de las primeras repúblicas, se da en Argentina, en Colombia, en México... y una explicación posible es por los hijos bastardos de los señores, por lo que alguien podía tener la misma sangre que la persona a la que amaba sin saberlo... Es una preocupación muy arraigada, incluso hay monstruos andinos que vienen a castigar el incesto. En Las voladoras muestro un abanico diverso: padres que violan a sus hijas, pero también hermanas que se desean, donde no hay relación de poder.

–En Slasher se dice de las protagonistas: "Les sorprendía que su curiosidad por el dolor fuera inaguantable para la mayoría de las personas". Su obra explora el lado oscuro de la vida, y sin embargo ha conseguido ser reconocida y celebrada.

–Me gustaría pensar que mis lectores, quienes se sienten cerca de mi trabajo, no están interesados en la oscuridad por la oscuridad. A mí me atraen esas zonas de penumbra de la gente que aparentemente no haría daño a nadie. Me interesan las preguntas que te dinamitan. ‘¿Esa violencia del entorno también está en mí?’ Esos interrogantes te hacen ver bajo la línea de flotación, encontrar el fondo de lo humano, que es un fondo animal también. Eso me parece estimulante.

–Tal vez escribir sea, como se lee en el último cuento, "estar cerca de Dios, pero también de lo que se hunde".

–Es la única historia en la que la violencia no procede de nadie, trata sobre la violencia que la propia vida genera, de  la muerte.  Es un cuento sobre el duelo, sobre ese momento en que pierdes a alguien y sientes que te han arrancado algo. En esas páginas tuve al único protagonista masculino del conjunto, y logré empatizar con él, sentí su dolor.

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