El exorcismo de Luis
EL tiempo es inasible y subjetivo, no entiende de años, ni de meses. Es la memoria la que articula y ordena ese tiempo, casi siempre fugitivo, para darle un sentido en nuestras vidas. El segundo eterno o el mes voladizo se mezclan para confundirnos. Los días se nos resbalan entre las manos, mientras hay instantes que se recuerdan ad eternum. No se olvida el segundo trágico en que a Arconada, mito guardián de quintas enteras, un mal balón se le escurría bajo el cuerpo; aquel eterno mano a mano errado de Julio Salinas ante Pagliuca en el 94; o a Julio Cardeñosa impotente para marcar ante una Brasil sin portero en el Mundial del 78.
Lances que duraron escasos segundos pero que quedaron para siempre marcados como una cicatriz en el devenir del fútbol español, que nos mortificaron y nos incrustaron la visión fatalista de la selección. Hoy una nueva generación, harta de ganar en las categorías inferiores, llega para exorcizarnos de complejos. No podía ser otro que Luis, sabio zapatones, el que nos dirigiera antes de la última batalla.
Y es que Aragonés tiene su propia herida. Fue en Bruselas, en 1974, la noche en que a su Atlético del alma le cambió el destino. Su gol a falta de siete minutos para el final elevaba a los colchoneros a la gloria, sin embargo el destino fue cruel. Una falta no pitada sobre Gárate y, en el último instante, eterno, Schwarzenbeck soltó un lejanísimo latigazo que batió a Reina. Hoy a Luis se le han pasado casi 35 años, pero él no olvida aquella mala noche. Pero el destino, maquiavélico él, le ha ofrecido la oportunidad única de ajustar cuentas. Y hasta Reina tiene a su hijo en el banquillo para vengarle.
El Niño anda enrabietado
Ese niño también. Su genética ganadora le muerde el cuello del estómago y anda enrabietado. Fernando Torres, atlético de alma, está feliz con el equipo pero amargo consigo mismo. Él es el gol, en sus piernas está la diferencia, el cambio de ritmo mortífero, la dinamita. Las ganas le pueden, pero ahora le toca a él desquitarse. Cesc ya es Fábregas, tras Rusia, y Torres se muere por que toda Europa, desde el Mersey al Manzanares, grite: ¡gol del Niño!
La defensa alemana es tan fuerte como lenta y Torres sabe que es su día. Los teutones no asustan por su fútbol, pero sí por su efectividad y potencia. El baile hipnótico de nuestros maestros podría valer para adormecerles y marearles, pero la responsabilidad matadora es suya, de Torres. Los alemanes llegan dóciles con la certitud de que no hacen prisioneros y que, como probaron los lusos, sin darte cuenta ya pierdes dos a cero. Löw se agarra a eso y al temible cuello de Klose, la espalda de Ballack y a los latigazos de Podolski y Schweini, mientras no quiere mirar atrás para no deprimirse.
Pero mientras Luis confiado mira a sus pequeñitos con ganas de bailar e hipnotizar. Y a Iniesta, hambriento, comienza a hacérsele la boca agua ante el tierno olor de Friedrich. Tiqui-taca, tiqui-taca, tiqui-taca. ¿Es un reloj?, pregunta Löw. No, es España.
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