Cómo dinamitar el edificio en el que vives y contigo dentro

La política española ha alcanzado una cumbre: es el único sector capaz de autodestruirse con tal de enlodar al adversario. ¿Realmente no hay margen para que PSOE y PP pacten reformas urgentes? El comportamiento partidario y el fenómeno fan atentan contra la confianza en las instituciones.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, comparece en el Senado.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, comparece en el Senado. / Carlos Luján (EP)

La política es el único gremio que no se respeta a sí mismo. Es el único ámbito donde se pone en riesgo la credibilidad de todo un sector con tal de arremeter contra el adversario político. Ocurre que las descalificaciones cruzadas entre partidos no sólo afectan a la credibilidad pública, los intereses electorales y al aprecio social de cada partido, sino que socavan seriamente la confianza y la solidez de todo el ecosistema político institucional. Es un grupo de abnegados profesionales dinamitando sistemáticamente los cimientos del edificio que habitan, con encomiable equidad, como escribió Azcona. ¿Han visto alguna vez a un banco recomendar que no se depositen ahorros en la competencia porque se los pueden robar? ¿O a una aerolínea divulgando que la compañía rival no es de fiar porque sus aviones se estrellan? Desde luego, públicamente no. Con las cosas de comer no juegan. Saben que la confianza en un sector es más importante que desacreditar a la competencia porque cuando se instala la desconfianza en un ámbito completo no hay futuro para nadie.

Emergen los fans

La política española ha alcanzado ya el paroxismo. Ha superado todos los límites hasta dañar sus propios intereses. Si no necesitáramos tanto a la política lo lógico sería borrarse e ignorarla, por hartazgo, decepción y por higiene mental. Pero resulta que la política es lo único que nos salva del salvaje oeste, aunque apostaría que a algunos no le faltan ganas de recurrir a Ley de Lynch y ensogar al contrario.¿Cómo se sale de esto? Ésa es la cuestión relevante a la que nadie responde. Pueden dar por hecho que en los cuarteles generales de los partidos ya se está preparando el largo año electoral acumulando toneladas de lodo susceptible de ser arrojadas en público. Los programas electorales son sólo una molestia necesaria. Una antigualla de otro tiempo. Saben que nadie se los lee y ningún partido gana las elecciones con propuestas. Si acaso, las más sanguíneas -de carácter moral- o las más ajustadas a los intereses del votante -de carácter fiscal- sirven para rearmar emocionalmente a la tropa propia y cebar los votos, pero poco más. Están desapareciendo a toda velocidad los militantes, los simpatizantes, los afines, los ideológicamente alineados y emergiendo con rotundidad el fenómeno fan. Fue Berlusconi el padre de la nueva política espectáculo. Sabía por su experiencia como propietario del Milán que muchos aficionados se motivan más odiando al equipo rival que por defender sus propios colores. Éste es el punto exacto de la política española.

Ciudadanos marcados a hierro

Hay un estruendo de tifosis arremetiendo contra el adversario, en el Parlamento, en los medios, en las calles y en las redes. Se marca a hierro a los ciudadanos como si fueran ganado. Da igual que sea por la gala de los Goya que por cualquier afinidad o desafecto. Todo sirve al propósito de estigmatizar. La política se practica ya sin hacer prisioneros. Alguien debería parar la máquina del odio. Los dos partidos mayoritarios, que están concebidos como dique de contención del sistema, tienen más responsabilidad que los demás en detener la escalada. Pero en un bando lo que vemos es un Gobierno sin cohesión, ministerios enfrentados incapaces de pactar una reforma que es evidentemente urgente; y en el otro un partido que ha decidido que la política de tierra quemada y deslegitimación del actual Ejecutivo su único leit motiv. Desalentador. Puro combustible para el descrédito del sistema.

¿Un pacto por la sanidad pública?

El matonismo político goza de prestigio, mucho más que el buenismo. Hoy, por ejemplo, no debería ser imposible que los dos grandes partidos, embarcando en el debate a los minoritarios, pudieran alcanzar un consenso y asumir que la sanidad pública está en una encrucijada crítica. Pero hallan más recompensa en disparar al contrario. La sanidad es un asunto capital para la ciudadanía, una de las razones por las que existe un Estado moderno, justo y solidario. Por supuesto que hay hechos y datos que avalan un menor interés e inversión en el sistema público sanitario en algunas comunidades que otras, pero eso no es ahora lo sustancial. Lo que urge es un pacto de Estado para reflotarlo, poner las bases para que en unos años vuelva a ser uno de los pilares del Estado de bienestar. Pero para eso hay que parar, remangarse y ponerse a trabajar. En cambio, lo que vemos es al presidente del Gobierno afirmando que el modelo de Sanidad del PP es "que se lo pague quien pueda" o a Feijóo exculpando sus comunidades de cualquier responsabilidad y culpando el Gobierno o escuchar a Ayuso, faltona y sobrada, arremetiendo contra quienes protestan en las calles por el deterioro de la sanidad madrileña. ¿Pero no ven que el estado de la sanidad los puede arrasar a todos sin excepción?

Una parada biológica de dos años

Caminan sin excepción en el sentido opuesto al camino de lo que cansinamente llamamos un pacto de Estado mientras hozan inconscientes en los minutos basura de la política. Quizás el PSOE y el PP deberían arbitrar una parada biológica para regenerar el caladero político. Dos años para cerrar las reformas de Estado pendientes, ordenar el país, restablecer los cauces institucionales y volver a la disputa política sin destrozar todo lo que encuentran a su camino. Pero eso no va a ocurrir. Podemos esperar sentados. Sin embargo, se ignora cuáles son las alternativas a un diálogo franco y constructivo entre partidos a la par que una rectificación del rumbo. Difícil parece. En España tiene más peso la escuela de la guerra de Von Clausewitz que la Ética a Nicómaco de Aristóteles y la búsqueda del bien, ese concepto tan infravalorado.

Salario mínimo en máximos

El salario mínimo interprofesional ha subido un 8%. Se sitúa en 1.080 euros al mes en 14 pagas, que es el 60% del salario medio. Se van a beneficiar directamente dos millones y medio de trabajadores. Cuando la coalición PSOE-UP comenzó a gobernar estaba en 735 euros. La subida durante esta legislatura ha sido de un 47%. Es sin duda uno de los efectos más palpables de una política de izquierdas. Incluso en los años de mayor bonanza económica, el SMI crecía a pequeños saltitos: apenas en 60 euros durante los años del boom de la construcción, cuando el Estado recaudaba a dos manos y todos éramos ricos. O sea, que no es tanto un asunto de caja disponible como de voluntad política. Es difícil saber si Pedro Sánchez capitalizará políticamente la medida pero nadie le puede discutir el impulso decidido hacia la equidad salarial.

A diez minutos del 'Espanya ens roba'

El independentismo nunca duerme. Sólo cierra un ojo. Diez años después de que quedara enterrado el pacto fiscal con el que Artur Mas fue a ver a Rajoy a Moncloa como quien lleva un garrote en la mano, un grupo de asociaciones empresariales catalanas lo han desempolvado de nuevo. Vuelven a la idea del déficit fiscal y la infrafinanciación de Cataluña. Hay matices: sostienen que no quieren algo similar al cupo vasco y que quieren mantener la solidaridad interterritorial. O sea, que están pensando en el cupo vasco y quieren limitar la solidaridad interterritorial. Si no para qué.

La Baviera de España

El viejo sueño del profesor y ex consejero Mas Collel era convertir a Cataluña en la Baviera española compensando fiscalmente el efecto capitalidad de Madrid. En realidad, hay cuatro comunidades que aportan al sistema más de lo que perciben: Madrid, Cataluña, Valencia y Baleares, por ese orden. Madrid es quien más aporta -por el nivel de renta de sus habitantes-, lo que le ha permitido lo que otras comunidades llaman dumping fiscal: bajada del IRPF, exención del impuesto de patrimonio y reducción al 1% el de sucesiones y donaciones; mientras que su déficit de gasto público es el mayor y se explica porque apenas recibe subvenciones agrarias y, entre otras cuestiones, por su tasa reducida de desempleo. Pero las balanzas fiscales las carga el diablo. Políticamente utilizadas, persiguen imponer la idea de que tributan los territorios y no los ciudadanos. Hace una década el independentismo empezó a consolidar la idea del déficit fiscal, después la extremó hacia el "expolio fiscal" y terminó coreando por las calles aquello de Espanya ens roba. Quedan 10 minutos para volver a aquel soniquete de tanto éxito.

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