Muere Alfredo Pérez Rubalcaba

En Estado puro

  • Rubalcaba estaría en el panteón de españoles ilustres si España no hubiese renunciado a estas referencias

Alfredo Pérez Rubalcaba.

Alfredo Pérez Rubalcaba. / EFE

La última vez que nos vimos fue hace ahora un año. ETA había anunciado su disolución y lo entrevisté en su casa, un piso de Pozuelo; al terminar, me acompañó a una parada de taxis. La conversación derivó de lo formal a lo informal, y al final siempre terminábamos hablando de lo mismo: de Cádiz. Paisaje y paisanajes. Su socarronería y humor no eran, precisamente, de Solares, población acuática donde había nacido. Cubierto con una gorra y unas gafas de sol, paseaba muchas tardes por esa misma urbanización con un compañero que también acostumbraba a salir de esa guisa: Félix Sanz, el director del Centro Nacional de Inteligencia. Dos hombres de Estado. No sabría decir en qué momento Alfredo Pérez Rubalcaba traspasó la frontera de dirigente socialista para convertirse en un servidor de este país, lo debió hacer paso a paso, como la propia extinción de ETA.

Rubalcaba había vuelto a dar clases de Química Orgánica en la Complutense, estaba orgulloso de la media que le venían sacando sus alumnos de segundo, lo cual no era de extrañar porque quien fuese secretario general del PSOE ha sido uno de los mejores comunicadores que ha dado la política española. En 1992, Felipe González lo nombró ministro de Educación y le encargó la portavocía en unos momentos de agonía socialista; cada viernes, después de los consejos de ministros, tenía que hacer frente a nuevos casos de corrupción y al asunto de los GAL. Fue entonces cuando se forjó la fama de estratega impecable, la misma que sus contrarios aprovecharon con cierta gracia (y mala leche) al apodar a su equipo como el comando Rubalcaba. 

Era mayo de 2018, Josu Ternera había puesto voz al comunicado postrero de ETA y a mi, como periodista, me hubiese gustado exprimirle para que me contase cómo se había llegado a ese final. Siete años antes, el 20 de octubre de 2011, casi al borde de iniciar su campaña electoral como candidato del PSOE a la Presidencia del Gobierno, ETA había emitido otro comunicado en el que renunciaba a lo que los terroristas llamaban la lucha armada. Mariano Rajoy era su contrincante en esas elecciones y ambos compartían la condición de haber sido ministros de Interior. "¿Y esto que significa, Alfredo?", le preguntó Rajoy. "Que se acabó, esto se ha acabado". Fue en 2011, Rubalcaba ya se había fumado el puro que guardó en la nevera de su casa para encenderlo el día que detuviesen a Txeroki y lloró. Todo lo que vino después fue la agonía de ETA, y de lo poco que me contó aquella tarde sólo pude deducir que estuvieron apretando a ETA hasta ese final. La única concesión que se le hizo a la banda terrorista fue la capacidad para que anunciase su propio final. Os disolvéis u os disolvemos.

En su despacho de Moncloa, Mariano Rajoy tenía una única fotografía, era una imagen de agradecimiento del rey Juan Carlos I. El presidente popular había conducido el proceso de abdicación de modo eficaz, sin que saltasen las minas que había por el camino y en el tránsito, y así nos lo explicó a José Antonio Carrizosa y a mí, había contado con la leal colaboración de Rubalcaba. Posiblemente, sea el hecho del que Rajoy se sienta más orgulloso.

Rubalcaba ha sido un hombre de Estado y, como tal, tiene su cara luminosa y su faz oscura, aquella que sólo querían ver sus detractores, era tan maniobrero como brillante, tan generoso como vanidoso, tan sincero como escapista, pero ni era un cobarde ni le faltó inteligencia. Si España no hubiese renunciado a sus referencias, estaría en un panteón de españoles ilustres.

En aquella conversación, fuera de micro, hablamos de lo sucedido en Cataluña, y pronosticó lo que ha venido después: la celebración del referéndum del 1 de octubre fue el inicio de la ruptura del PP con la derecha más rancia, la que él conocía muy bien porque se había criado en el barrio de Salamanca, la de los otros hiperventilados que sentían, y con buena parte de razón, que Rajoy les había fallado al no impedir ni la colocación de las urnas ni la representación de aquella votación. Después llegaría la otra espantá, la de la escasa resistencia que opuso a la moción de censura de Pedro Sánchez.

Sobre el partido, el PSOE y sus liderazgos también tenía sus opiniones, pero mucho más parciales. Terminó muy bien con Susana Díaz y no tanto con quien fue uno de sus tres delfines: Pedro Sánchez, Antonio Hernando y Óscar López. A Sánchez lo quería en la comunidad de Madrid, como posible sustituto de Tomás Gómez, por el hoy presidente del Gobierno abrió una senda propia, paralela a la de los venerables notables del partido y sus terminales mediáticas y empresariales. 

Hoy será elevado a los altares de España, y es que como él mismo auguró "en España se entierra muy bien". De categoría.  

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