Feria de Málaga

Crónica urgente para la resistencia

  • Esto se acaba, pero no crean: Málaga estaba ayer a rebosar de incondicionales dispuestos a llevar el cachondeo hasta bastante más allá de cualquier límite

Una pandilla de jóvenes exaltados, muy varoniles, vestidos con camisetas rojas y sombreritos morados, se paró ayer en la calle Sancha de Lara. Una mujer africana vendía su mercancía, hecha de artesanía en madera, a los clientes de los bares y cafeterías de la zona. Los muchachos la vieron, sonrieron al unísono y exclamaron con entrega digna de un concierto de rock en un campo de fútbol: "¡Que bote la negrita!" "¡Que bote la negrita!". La mujer les brindó una mirada de tal calibre que no hicieron falta palabras. Los feriantes se callaron y enfilaron avergonzados su camino hacia la siguiente parada etílica. Para dar botes estoy yo ahora, decían aquellos ojos. Semejante episodio representa bastante bien la indefensión del pundonor en Feria: el comentario inoportuno abunda allí donde pretende hacerse colegueo (algo parecido podría decirse del menda que se empeñaba ayer en no dejar en paz a las camareras de la calle Alcazabilla). Pero esto es la Feria, ya saben, y en sus últimos compases la decadencia se hace más visible, se enseñorea y luce sus peores galas: después de una semana de desvarío los feriantes ya no saben qué decir, qué beber, a qué árbol arrimarse, con quién flirtear. Hacerse el ingenioso puede costar caro y derivar hacia territorios no precisamente amables (véase el ejemplo anterior). Y es aquí donde aparece la indomable casta de los jartibles: gente que, con siete días de Feria entre pecho y espalda, sale en la penúltima jornada igual de fresca que en la primera. Ayer, en la calle Martínez, un coro rociero interpretaba a todo volumen sus salvas a Málaga mientras un infiltrado, llevado por la emoción, se arrancaba por una saeta. Pero ¿es que no está el Papa en Madrid, acaso? Pues claro. La afluencia de ayer distó mucho de los llenos hasta los topes habituales de los días festivos en Feria (a los ya extenuados se unen quienes sufren el agotamiento íntegro del presupuesto, y éstos no son pocos), pero no faltaron beodos antes de tiempo en la calle Císter, corrillos de cante y baile desde la Plaza de la Marina hasta la Plaza de la Constitución, pandas de verdiales, vendedores de todos los productos imaginables, charangas empeñadas en el repertorio de Karina y Concha Velasco, cultivadores del plástico dispuestos a ponérselo difícil a Limasa, matrimonios que a las 17:00 merendaban una bandeja con jamón y queso en la calle Granada, aficionados a sepultar a sus hijos pequeños en todo tipo de atavíos a santo de qué tradición vernácula, turistas asombrados o directamente igual de embriagados que los nativos, suministradores (éstos también africanos) de kleenex y ambientadores en los semáforos vestidos de faralaes y encomiables ganas de cachondeo y toda la panoplia ibérica que alimenta la Feria de Málaga. A menudo (mientras el olor a cerveza se hacía insoportable, por ejemplo, en la calle Echegaray) daban ganas de hacerse con un megáfono, emular a Benedicto XVI y aleccionar al respetable: "Cálmense un poco, por Dios, ya es hora de ir plegando los ánimos". Pero, ciertamente, la Feria tiene sus militantes, sus fieles incondicionales, los mismos que a partir de mañana estarán contando los días hasta la Feria de 2012. No importan las ojeras como sacos, el desorden gastronómico, la aniquilación de todas las costumbres, el abandono de cualquier práctica que requiera el silencio. La gran bacanal de agosto aparece prendida en fuego en miles de calendarios, y todavía hoy multiplicarán los dionisíacos sus ganas de fiesta para que la mañana del domingo sea una resaca digna del oso en lo más hondo de la hibernación. En algún depósito habrá que expulsar todo el Cartojal ingerido estos días. Málaga tiene su eje clavado en este periplo, y así seguirá siendo mientras se llame Málaga.

Todo esto está muy bien. Pero a un servidor se le cayó el alma a los pies cuando pasó la noche del jueves por la calle Alcazabilla y encontró los jardines de Manuel Atencia, contiguos al Museo Picasso (enclave privilegiado sin duda, remanso en no pocas ocasiones ávido para la reconciliación con la ciudad), convertidos en un estercolero. Un magma de bolsas y botellas se desperdigaba por toda la extensión del recinto, mientras a escasos metros los practicantes del botellón que habían sido desplazados desde la calle Císter (a la vuelta de la esquina) apuraban los litros para expandir aún más el desastre. Ante semejante panorama, por mucho que haya quien disfrute cada minuto de Feria sin causar daños colaterales, por mucho que cada noche el Real se llene de niños que dan rienda suelta a la ilusión en los carricoches, por más que haya beneficios económicos de por medio y por más que Málaga haya hecho de esta fiesta tal vez su santo y seña más característico (¿recuerda alguien aquello de la Feria del sur de Europa? Aquello sí que era ambición: el botellón llegaría hoy hasta Tirana), por más incluso que la recortaran un día no hace mucho, uno no dejaba de preguntarse si realmente esto no se hace demasiado largo. Ya está todo más que contado, esta Feria se ha hecho especialmente penosa y un inmenso abismo parece abrirse a partir de mañana. Sólo falta un aviso de urgencia a los resistentes: esto está merendado. Hoy paz y después, gloria.

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