Feria de Málaga

Feria de Málaga: el baile y la música inauguran la fiesta

Dos jóvenes bailan festejando el comienzo de la Feria.

Dos jóvenes bailan festejando el comienzo de la Feria. / CARLOS GUERRERO (Málaga)

Nada más bajar del autobús, un tipo de veintipocos años, enfundado en un uniforme de un conocido restaurante del Centro, se enciende un canuto, impregnando el ambiente, digámoslo así, con fragancias originarias del lejano Oriente. Avanza por el Paseo de los Curas, meneando la cabeza de un lado a otro, confundido, sin dar crédito de la cantidad de transeúntes que por allí pasean. Pareciera que no sabe, o no recuerda, que Málaga ha empezado su Feria este sábado. Ya se enterará cuando llegue al trabajo, ya.

Aún no eran las doce, hora de inicio oficial de la fiesta, cuando la calle Larios ya bullía de fiesta: los puestos aguardaban en perfecto estado de revista, se dejaban ver bastantes mujeres vestidas de flamenca y la Romería hacia el Santuario de la Victoria, que cumple su cuarenta aniversario la presente edición, pasaba frente a la arteria principal de la ciudad mientras un goteo incesante de personas, sobre todo del sector más tradicionalista, llegaba y tomaba posiciones a golpe de esparteña y movimientos de abanico. 

Todo, en plena consonancia con la nueva portada, pretendidamente folclorista, que acabó acogiendo en su seno al anterior conjunto al completo, que cantó y bailó bajo ella, así como en sus alrededores, hasta extenuarse. Tuvieron, pues, los defensores a ultranza del formato tradicional de la Feria del Centro una jornada inaugural tranquila y apacible como no recuerdan las hemerotecas. Si acaso, por poner alguna pega, fueron las batucadas, estruendosas como ellas solas, las que aportaron una somera dosis de pesadez. 

A pocos pasos de allí, al grito de “viva”, simple pero directo, un grupo de jóvenes, al parecer turistas, se echaba al cuerpo un trago de vino. La botella, aunque compartida, marcaba un nivel más bajo del que la hora exigiría al bebedor promedio, pero aquí cada uno va su ritmo, y ya habría tiempo de reflexionar acerca de lo deglutido la mañana siguiente.

Porque, pese al relajado ambiente general, hubo alcohol; vaya si lo hubo: la plaza de la Constitución volvió a tomar su forma acostumbrada, recubierta por una pátina avinagrada que dejaba pegadas las suelas de los zapatos, mientras que muchas callejuelas no muy lejanas, el caso más brutal resultó ser Santa Lucía, se convirtieron en un charquinal de orines. Curioso se presentó el caso de la calle Convalecientes por lo atinado de su nombre, en cuyos locales se guarecieron algunos de los más perjudicados. Alguna despedida de soltero incluida. 

Otras, directamente, estaban intransitables, pero no por ningún escollo material ni fisiológico, sino porque rebosaban de gente. Y la única manera de adentrarse en ese territorio comanche era realizando un eslalon imposible entre el personal, tal y como hizo un operario de limpieza en la calle Granada, que miraba de soslayo, con el escobón en la mano, a los viandantes con cara de pocos amigos.

Callejero arriba, en parte para poner tierra de por medio con el susodicho (por si acaso), la sensación de lleno absoluto era menor, e incluso resultó posible divisar alguna mesa a disposición del usuario en ciertos locales. No pasó lo mismo en el del camarero de... los inciensos. 

Al caer la tarde, y ya superada la hora límite permitida, la afluencia en sentido contrario al de la mañana era brutal. "Cada uno a su casa y dios en la de todos", bramaba un joven al oído de otro mientras caminaban juntos hacia la Alameda. Aunque no fueron pocos los que permanecieron en el entorno de la plaza de Uncibay, eso sí, con su consumición en ristre y sin apenas bolsas para el botellón, al menos a la vista.

Así las cosas, no es desventurado afirmar que el primer día de Feria concluyó con más decoro que desenfreno. Y, seguro, con todos ya bien enterados de su comienzo. 

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