Feria de Málaga

Superación del meridiano y anhelo de la cima

  • La ciudad parece reservarse sus últimas ganas de bacanal para el nuevo puente (sí, otro más) que arranca mañana, así que toca agarrarse los machos, inspirar hondo, distribuir la energía y no pensarlo demasiado.

La noche del martes llegó el turno de la visita familiar al Real de la Feria. Quienes tenemos hijos pequeños y cumplimos con esta penitencia dulcemente llevadera llegamos sin remedio a la conclusión definitiva: la Feria es para los niños. Lo demás no es Feria. Es otra cosa. Cierto, mi criatura se lo pasó de lo lindo montándose en los carricoches apropiados para su corta edad, recogiendo globos y piruletas, logrando que su papá le comprara una perrita a pilas (de ésas que ponen de los nervios con su inagotable cantinela; las pilas, eso sí, hubo que cambiarlas ayer) y, para rematar, cantando, comiendo y bailando a sus anchas en una caseta de agradable regusto doméstico. Los progenitores de la absoluta protagonista nos divertimos también, aunque en aquella alegría por comprobar la felicidad de Irene había un regusto melancólico que no podía evitar el recuerdo del primer carricoche (y algunos que ya no están, como aquél en que un tipo con careta de gorila te aporreaba con una escoba y si se la quitabas te daban un regalo), las nubes de algodón, las hamburguesas Uranga, toda aquella parafernalia en la que también caben familiares y amigos que ya no están. La Feria, como casi todo en la vida, es una cuestión de memoria y, como afirmaba Pavese, a donde la memoria no alcanza llega la imaginación. El caso es que sí, uno se encuentra ya inconfundiblemente al otro lado, ocupando el espacio que ocuparon otros, sustituyendo a los legítimos propietarios con notable insolencia en el papel de padre. Y también es cierto que en pocos lugares como en la Feria se percibe mejor esa transición / traición, seguramente porque la ilusión se multiplica exponencialmente cuanto menores son los años y porque ahora uno entiende lo que cuando no era niño no entendía: por qué los padres mostraban tan poco apego a la Feria y parecían acudir sólo para darnos el gusto a sus hijos. Cuando un hombre disfrazado de Tigretón se acercó a Irene para brindarle un globo con forma de espada, mi pequeña reaccionó primero con miedo, pegándose a las faldas de su madre, y un servidor se recordó exactamente así, superado por las expectativas, abrumado, con una vergüenza superior a las ganas, en las faldas de mi madre. Así que, qué quieren, si hay que buscar un sentido a toda esta semana de locura y exceso, pues no hay que darle más vueltas e insistir en lo mismo: la Feria es de los niños, de los que lo son y de los que fueron y lo siguen siendo.

Pero también constituye una norma de la Feria la habilidad de los elementos cotidianos para invocar el chasco. Ayer se percibía una afluencia aún menor que la del martes, como si la ciudad hubiese estado reservando sus ganas de fiesta para el nuevo puente que arranca mañana (habrá que agarrarse los machos y esperar que Dios nos coja confesados; menos que al menos el Papa nos pillará cerquita). Ya por la noche, la final de la Supercopa terminó por aliviar las magnitudes del centro a una hora en la que todavía, en otras circunstancias, éstas se mantendrían álgidas. Este relajamiento se tradujo en una presencia menor de los ingredientes costumbristas, tradicionales y sobre todo familiares, pero no de los parasitarios: el botellón mastodóntico se repitió por todas partes, con la consabida distribución de basuras desde la calle Victoria hasta la calle Cister, con una calle Granada invadida por olores nauseabundos, personajes demasiado pasados que hacían gala de no se sabía muy bien qué destrezas cómicas y restos de vidrio a la espera de un pie indefenso posado en una sandalia. Es curioso, pero cuanto menor es la asistencia a la Feria mayor parece ser el impacto del botellón, seguramente porque aparece menos camuflado, más dispuesto. La presencia de una decena de agentes de la Policía Local pidiendo la documentación a los bebedores de la calle Cister de forma aleatoria llegó a ser tristemente paródica. Pero, sí, resulta que la Feria es esto, esto más que lo otro, más la porquería que se queda amontonada en la Plaza de Uncibay cada noche que la ilusión que pueda demostrar un niño por subir a un tiovivo. Algo falla cuando un mismo nombre, la Feria, engloba dos contenidos tan radicalmente distintos. Una cosa es la paradoja y el contraste, y otra permitir impunemente el desastre a cuenta de la virtud. Habría que inventar otro nombre, tal vez considerarlas Feria y Antiferia. El problema es que Málaga (y con ella muchos malagueños) lo paga caro cada agosto.

Corresponde tomar decisiones importantes. Quizá lo haga y lo disfrute con más acierto la siguiente generación.

Total, el titular habitual de estos días es el del hemisferio o el ecuador de la Feria. Y sí, la primera mitad de esta película ya ha sido proyectada. Ahora se estimula el anhelo de la cima, unos para que no quede títere con cabeza, otros para poder descansar al fin tranquilos y recuperar la ciudad con normalidad. Unos y otros tienen las horas contadas para ver colmadas sus esperanzas. Ánimo y al toro.   

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