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Olga Carmona, Irene Guerrero, Rocío Gálvez y Esther González. Son las cuatro jugadoras andaluzas que han hecho historia en el Mundial de Fútbol de Australia. Dos sevillanas, una cordobesa y una granadina, de Huéscar, que tiene ya medio lista la maleta para continuar su aventura profesional en Estados Unidos (acaba de fichar por el Gotham FC).
El mismo domingo en que ellas levantaron la Copa del Mundo (¡qué pequeña por cierto en comparación con la de ellos!), María Pérez compartía las portadas de los periódicos granadinos con otra hazaña para la hemeroteca: la deportista de Orce estuvo a punto de tirar la toalla en diciembre y, solo unos meses después, se ha reinventado en Budapest y se ha convertido en la campeona del mundo de los 20 kilómetros marcha. Aunque su afición no tenga el tirón de La Roja, no es un gesta menor; es la segunda española que consigue un título mundial en atletismo tras el oro que nos regaló Niurka Montalvo en salto de longitud en el Campeonato de Sevilla y de eso hace ya catorce años.
Desde Huelva, Carolina Marín acumula triunfos en lo más alto del bádminton (su próxima meta es revalidar la medalla de oro en los Juegos de París del próximo año), al mismo nivel que lo está haciendo Mariola Rus en la selección de rugby, Lidia Redondo en gimnasia olímpica, Carmen Martín como icono del balonmano o la yudoca Carmen Herrera con su espectacular trayectoria como la Valkiria del Sur.
Hay muchas más. Unas acariciando la gloria y otras pisando fuerte (como la golfista malagueña Ana Peláez que no ha dejado de deslumbrar este verano como amateur). Todas, sin excepción, con su particular travesía del desierto. La propia de su especialidad y el extra por ser mujeres. El deporte profesional no deja de ser un espejo de la doble vara de medir, de la brecha de desigualdad, que llevamos años combatiendo en el mercado laboral. Ellos ganan primas millonarias y ellas se divierten; ellos se rebelan y ellas son niñatas y caprichosas que, como mucho, se amotinan.
Para lo bueno y para lo malo, es un deporte de masas como el fútbol el que tiene la oportunidad (y responsabilidad) de torpedear el techo de hormigón y remover los cimientos. De eso tendríamos que estar hablando esta semana tras la victoria de España en Sidney. De cómo equiparar salarios e implantar planes (reales) de conciliación; de cómo potenciar el talento y apoyar a los clubes modestos; de cómo crear cantera.
Pero hay tanto machismo recalcitrante incrustado en el ADN español que no perdemos la ocasión de exhibir nuestras vergüenzas. Con foco mundial. Durante y después. Como ha hecho Luis Rubiales llamándonos “tontos del culo” por criticar que le diera un “pico” a Jenny Hernández en un momento de tanta efusividad. No había mala intención, terminó pidiendo perdón, ella se quedó paralizada... Seguro que todos sus colegas de las federaciones territoriales, del lobby del fútbol, opinan lo mismo cuando este viernes se tengan que pronunciar.
¿Dimitir por una "equivocación"? Y ahí está el punto de inflexión: es la gota que colma el vaso; es la pieza comodín que nos faltaba para completar el puzle de Luis Rubiales. Sin necesidad de que entre en acción su enemigo Tebas. En su pueblo natal, en Motril, hasta tendrán que debatir en pleno si le quitan la medalla de la ciudad.
¿Dimitir por una “equivocación”? Ahí está el punto de inflexión: no es un error menor ni disculpable. Es la gota que colma el vaso, es la pieza que faltaba para completar el puzle. No sé si lo recordarán. Por mucho menos sentenciaron hace unos años a un empresario andaluz. Lo denunció la entonces parlamentaria andaluza Teresa Rodríguez. El tipo la agarró y simuló un beso en la boca. El caso llegó al TSJA y confirmó la condena. No estamos para “bromas”. Ni entoncLaes ni ahora.
Váyase señor Rubiales. Por el beso, sí, por lo que significa, por mentir y por todo lo demás.
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