Amalajer | ludopatía

Testimonio de vidas rotas por la ludopatía

  • Una madre recorría locales para rescatar a su hijo y otra pagó miles de euros de la deuda del suyo

  • Los efectos son problemas judiciales, economías hipotecadas y divorcios

Francisco Abad dirige una sesión de terapia en la sede de Amalajer.

Francisco Abad dirige una sesión de terapia en la sede de Amalajer. / Javier Albiñana

El relato de una madre sobrecoge. Su hijo, a los 20 años, ya era ludópata. Así que ella recorría los salones de juego buscándolo para rescatarlo. Y cuando no lo encontraba, intentaba rescatar a otros tan jóvenes como él. Es uno de los testimonios que se escuchan durante una sesión de terapia de la Asociación Malagueña de Jugadores de Azar en Rehabilitación (Amalajer). Con voz entrecortada afirma que en aquellos locales, pese a que está prohibido, “había menores”.

Los testimonios de vidas rotas por la ludopatía se suceden. En la sala hay medio centenar de personas, entre familiares y afectados. Hay hombres, mujeres, jóvenes, mayores... El presidente de Amalajer, Francisco Abad, aclara que esta enfermedad no respeta edad, sexo ni clase social. Y lejos de retroceder, avanza.

“Antes el juego era presencial y los locales abrían un determinado número de horas. Ahora, con el juego on line está las 24 horas”, advierte. Y además, el jugador no sólo puede apostar en el bingo de su ciudad, sino en cualquier parte del mundo. Según Abad, estos cambios han propiciado un descenso de la edad de los ludópatas. Hace unos años, la media del jugador patológico era de 45 a 55 años y en la actualidad, de 25 a 35.

Sergio incluso está por debajo de esa edad. Tiene 22. Cuenta que con 15 ya apostaba 10 céntimos. “Con internet es muy fácil”, sostiene. Cuando llegó a la mayoría de edad y empezó a trabajar ya era un ludópata. En ocho meses se gastó unos 10.000 euros de su sueldo de repartidor. Ahora que su vida empieza a recomponerse, se da cuenta de que trabajó para darle su salario a “una multinacional” del juego.

Alejandro también tiene 22 años. Empezó a apostar con 16. Con esa edad ya entraba en salones de juegos. “Nunca me pedían la documentación. No conviene pedirla. Y allí había muchos menores”, denuncia. Como Sergio, sostiene que ahora con internet es muy fácil estar enganchado todo el día al juego. Él relata que más de una vez, estando reunido con amigos, se iba al baño para apostar desde el móvil.

“Mi hijo perdió su empleo en el banco, estuvo a punto de ir a la cárcel y su pareja acabó rota”

“Puedes estar cenando y apostando. Con el juego on line la dependencia es 24 horas y tienes el demonio dentro [en casa]”, afirma. Los afectados advierten que es una enfermedad silenciosa, cuyos efectos no se aprecian como en una persona que se ve borracha porque ha bebido. Las consecuencias son que cuando el problema estalla ya hay vidas hipotecadas por las deudas contraídas, problemas judiciales por sustracciones de dinero en el trabajo y rupturas de pareja por el terremoto que supone descubrir la realidad.

Es una patología invisible porque se lleva con vergüenza. Se confiesa la hipertensión o la diabetes, pero no la ludopatía. Los familiares prefieren mantener el anonimato. Como otra madre que acude a la terapia. Su hijo, universitario, casado y con un buen puesto en un banco, perdió el empleo y la familia tras admitir que se había gastado en apuestas los 90.000 euros de la cuenta de su suegro, los 11.000 del plan de pensiones de su madre y unos 1.300 de su tía. La familia confiaba en él y casi todos sus miembros tenían el dinero en el banco en el que él trabajaba. Se lo sustrajo. También desvió al juego medio millón de euros del banco.

Estuvo a punto de ir a la cárcel, perdió el empleo, se divorció y de por vida tiene que ir devolviendo lo sustraído a la entidad financiera, aunque tendría que vivir cientos de años para saldar la deuda. La madre gastó miles de euros en intentar pagar el dinero que su hijo le había sustraído al suegro y a la tía.

Cuenta que todo empezó un día que estaba con sus amigos en una moraga. Desde la playa, con los móviles, apostaron. A él le tocaron 600 euros. “Y se creyó que era la gallina de los huevos de oro”, dice su madre secándose las lágrimas. Un día, el hijo se personó en la Policía y confesó. Tuvo recaídas y volvió a robar a su madre. Y otro día, se fue a un hospital, a Salud Mental, porque comprendió que estaba enfermo. Desgarra escuchar a esta madre, viuda de un alcohólico, que cuidaba en la economía sumergida a personas mayores para sacar adelante a sus hijos.

Otra mujer cuenta que su hijo empezó con 16 yendo a salones de juego “pese a que era menor”. Su dependencia se prolongó unos cinco años. “El juego es como una droga, engancha”, advierte. Ella sabía que algo le pasaba, pero no exactamente qué. No era normal el cambio de carácter y lo irascible que se había vuelto su hijo. Al final, éste acabó confesándole su problema al hermano y acudiendo a Amalajer.

“Si el jugador no es consciente del problema que tiene, no sirve de nada que lo traiga un familiar. Traerlo a la fuerza no sirve”, aclara. En la sala hay medio centenar de personas. Son otras historias; otras vidas que intentan recomponerse del silencioso tsunami de la ludopatía.

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