Apuntes a una vena abierta
Repoblado durante las dos últimas décadas en su largo tramo junto al río mediante viviendas de protección oficial, este barrio encierra algunas de las paradojas más hirientes de la ciudad
Un hombre empuja un carrito de la compra a lo largo de la Avenida Jane Bowles. Lleva una gorra roja a pesar de que esta mañana el sol ha preferido no salir y se abriga con un chándal del mismo color. Se para en cada contenedor y busca algo con precisión, un vistazo rápido y fuera, tiene la mercancía discriminada de antemano. No es extraño: la noche anterior no han venido a recoger las basuras. No parece encontrar satisfacción. Hay varios carritos de la compra como el que lleva este hombre abandonados en los puentes que cruzan el río desde Ciudad Jardín por las calles Gounod, Brückner y Borodin. Muchos han sido traídos desde el centro comercial Rosaleda, otros desde supermercados cercanos. Algunos conservan restos de maderas y chatarras, las cargas para las que fueron sustraídos. Nuestro hombre coge una colilla del suelo. Su carrito sigue vacío. Perdone, ¿qué está buscando? "Plástico". Pide fuego. Un servidor no lleva encima y el del carrito se va sin decir palabra. Pasa entre cuatro muchachotes parados junto a un Land Rover, vestidos con uniformes militares. Van de caza y ríen sonoramente mientras se sacuden mutuamente los hombros. La Avenida Jane Bowles sigue la extensión de lo que fue el paraje natural de La Virreina, desde La Palmilla hasta prácticamente La Concepción. A mediados de los 90, el Ayuntamiento decidió repoblar la zona mediante viviendas de protección oficial que en su mayoría fueron ocupadas por matrimonios y familias jóvenes que adquirían su primer piso. Con ello, pensando especialmente en Ciudad Jardín, se pretendía contrastar y cercar la influencia de La Palmilla, hacer de esta amplia zona un lugar habitable y más seguro. Los arquitectos dispusieron de carta blanca, dado el escaso impacto que los edificios podían producir en la zona, y apostaron por fachadas coloridas y vistosas, que a veces recreaban el constructivismo de Rodchenko y Mondrian. Como una ciudad moderna alzada contra el abandono. Los primeros moradores de estos bloques llegaron cuando apenas había servicios y, si no querían buscar los recursos imprescindibles en La Palmilla tenían que emplear el coche para comprar el pan en otra parte. Hoy, en los bajos de los mismos bloques hay un amplio surtido de tiendas, restaurantes y establecimientos. El hombre del carrito pasa junto a un restaurante chino. Tampoco hay nada para él.
De esta manera, en este tramo del barrio se percibe una fractura social abismal. Basta un vistazo para distinguir entre los propietarios de estos pisos, familias cuyos hijos mayores tienen hoy ocho o diez años, practican footing, pasean a sus perros, se paran en un bar a tomar un refresco o regresan a casa en sus automóviles, y quienes llegan desde La Palmilla a buscar cualquier cosa, empujando un carrito o, como cantaba un gitano, metiendo lo que encuentran "en una bolsa liá". No se trata en absoluto de una convivencia: cada cual parece considerar un extraño al otro. Casi todas las calles tienen nombres de escritores y músicos: además de los citados, hay vías y plazas dedicadas a Debussy, Karajan y Pushkin. Por ésta desciende un joven con pinta de atleta que lleva lo que parece un maletín de herramientas. "Es verdad que poco a poco el barrio ha ido ganando en servicios, pero yo destacaría dos problemas que siguen pendientes de solución: uno es la seguridad, los comercios sufren aquí muchos atracos y muchos de quienes venden droga en La Palmilla vienen aquí porque se creen menos vigilados; y luego está la suciedad, las basuras se amontonan en todas partes. Es verdad que muchos ensucian, pero desde luego no se limpia como se debería". Tiene razón. En las jardineras y rotondas las basuras se amontonan como si lo hicieran desde hace meses. En las aceras hay que tener cuidado con fragmentos de vidrio y casi cualquier cosa con la que tropezar. En Joaquín Gaztambide hay un coche desvencijado y dos niños juegan a saltar sobre el capó. Esta vez una mujer se detiene antes de entrar a desayunar en una cafetería donde los pitufos servidos en las mesas tienen una pinta muy apetitosa: "Tengo claro que en cuanto pueda me iré de aquí. No sé cuándo será, pero lo haré. Mi marido y yo nos vinimos con mucha ilusión, creíamos que de verdad se iba a hacer aquí un barrio seguro, moderno. Tenemos un piso precioso y hasta una piscina en el jardín del bloque, antes de que lo compráramos ni imaginábamos que podríamos permitirnos algo así. Pero el Ayuntamiento lo hizo todo muy bonito y luego lo abandonó. Todo está muy sucio, y yo no me atrevo a andar sola por aquí. Por las noches se escuchan gritos y peleas, y desde luego la policía no acude siempre".
El Camino de La Virreina conduce a la plaza del mismo nombre, donde un grafiti invita a los vecinos, sin éxito, a mantener limpias las calles. Aquí comienza la parte antigua, con la iglesia de Pío X, verdadero centro de atención social en el barrio, como frontera urbana. El espectro social es aquí también diverso pero en otro sentido: salen al paso magrebíes y subsaharianos, en su mayoría mujeres. Caminan solas. Algunas van precisamente a la iglesia, donde se imparten talleres de inserción social e idiomas y se ayuda a los indocumentados a regularizar su situación. Quienes no tienen nada vienen aquí, y las situaciones son a menudo dramáticas. Una señora que espera el autobús y que parece no haberse peinado en años lo cuenta con amable sonrisa: "Todas las noches duermen en mi portal unos cuantos. Ni siquiera hablan español. Creo que vienen, pasan aquí dos o tres días y luego se van. No sé a dónde". En la misma orilla del río, que a esta altura cumple su función de inmenso vertedero, aparecen el campo de fútbol y la comisaría. Algunos adolescentes pegan patadas a un balón como si lo hicieran a una lata de sardinas, pero el césped está en buenas condiciones. Las casas se alzan justo enfrente, corroídas de humedad, en un entramado de callejuelas terriblemente sucias. Basta plantarse diez minutos frente a uno de estos portales y reparar en las personas que entran y salen para dar cuenta del perfil humano del barrio: una cría de no más de diez años que calza unas chanclas a pesar de que hace frío, un magrebí con la cara sucia que avanza arrastrando los pies, una señora con un carrito de la compra y una bata de flores, un anciano vestido con un jersey de punto y gorra de pintor, una mujer africana con una cicatriz en la mejilla y dos bebés encima, uno por brazo. La instalación eléctrica es un verdadero desastre, abundan los cables desperdigados a escasos palmos del suelo y alimentadores abiertos junto a los portales. Hay bolsas de basura directamente abiertas con el contenido desparramado por toda la acera. "Algunos las tiran desde la ventana", dice otra señora, "pero es que ya no caben más bolsas en los contenedores". ¿Y en las casas? "Peor. Las instalaciones están para tirarlas. Hay cucarachas y ratas en todos los pisos". El anciano del jersey de punto ha vuelto sobre sus pasos y remata: "Hemos pedido al Ayuntamiento no sé cuántas veces que reformen los bloques, pero nada, nos tienen dejados de la mano de Dios". ¿Qué historias se contarán detrás de esas ventanas oscuras y de tanta ropa tendida? "A algunas familias les cortaron la luz hace meses. Pero droga hay toda la que quieras". La supervivencia se sigue vendiendo cara.
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