calle larios

Arrabal, resistencia y olvido

  • Lo que una vez fue perímetro del corazón urbano hoy es frontera entre el centro neurálgico, pujante y cultural, y los enclaves adyacentes abandonados, condenados a una erosión interminable

Son las cuatro de la tarde, más o menos, en la calle Lagunillas. Hay dos niñas de 12 o 13 años sentadas en un portal junto a la Plaza Miguel de los Reyes. Las dos, morenas y literalmente partidas de risa, visten idéntico chándal; una calza zapatillas de pelito y la otra unos tenis desgastados. La de las zapatillas tiene uniphone de última generación, impoluto, de cubierta rosada. Las dos chiquillas cantan al teléfono por tanguillos, yo te habloooo, y no me escuchaaaaas, y yo te habloooo, y no me escuchaaaaas, dándose palmas. La voz metálica de Siri responde en su registro masculino con sonora urgencia, delatando una situación de crisis: Lo siento, creo que no te entiendo, en repetidas ocasiones, hasta que decide guardar silencio, como a punto de echar humo. En la plaza hay algunos canis merodeando, camuflados bajo las caperuzas de sus sudaderas y propinándose pequeñas pataditas en las espinillas como sistema de comunicación. Parece que también ríen, pero tienen las manos hundidas en los bolsillos y resulta complicado identificar correctamente el gesto. Se abre otro portal y sale un señor calvo, con gafas redondas y un monumental aire de despiste, rodeado de tres perros de diverso pelaje, todos sueltos. En esto aparece un cuarto, un bulldog francés que se retrasa deliberadamente y prefiere rehuir la formación para ir a su aire y, de paso, hacer lo suyo en la primera esquina sin que ni su dueño ni sus camaradas se den por aludidos. Hay otro hombre calvo que cruza la acera. No es del barrio. Viste un extraño abrigo gris y lleva una carpeta de la que sobresalen papeles por todas partes. Consulta de manera fugaz su teléfono móvil y entonces se parece demasiado a un técnico del laboratorio de Stranger Things. Se detiene en un portal junto a un contador de servicios que ha sido graciosamente convertido en robot primario, a lo Karel Capek. Llama al portero electrónico y responde una voz femenina con muy malos modos, como si acabara de ser importunada a punto de alcanzar la cima de su carrera: ¡¿Quién es?! El hombre responde con la eficacia de un funcionario del NKVD: ¿Podría abrir, por favor? La mujer responde con un grito que se percibe desde el Jardín de los Monos hasta la calle Frailes: ¡Pero, ¿quién es?! Y el recién llegado da cuenta de su procedencia en fría voz baja: del juzgado. Ah, vale, responde la vecina, antes de abrirle. Una mujer que debe tener cuarenta años pero aparenta sesenta baila beoda como una peonza a la puerta del bar. Algo más al norte, una pareja de pelirrojos toma una taza de té en el negocio belga de delicatessen. Ambos conversan en un idioma que no entiendo, posiblemente flamenco, y observan con indiferencia al gato que pasa, consciente de que de la mesa no va a caer nada interesante, así como al señor barbudo con gorro del Málaga que acaba de sentarse justo en el banco de al lado y que lleva unos cartones abiertos y bien plegados. Casi al lado, junto a un histórico solar abandonado, alguien ha escrito sobre un colchón que parece allí puesto ex profeso: "No queremos más escombros en Lagunillas".

Decido seguir mi camino por eso que llaman el antiguo arrabal, el perímetro de lo que una vez fue el corazón de la Málaga, como siguiendo el rastro de la invisible muralla medieval, frontera entre el centro neurálgico, pujante y cultural y los enclaves adyacentes, en su mayoría ruinosos, sucios y carentes de infraestructuras, donde las pocas casas que han sido objeto de reformas recientes funcionan como apartamentos turísticos, en una preclara avanzadilla de lo que está por venir. En Huerto del Conde las aceras están destrozadas, hay matojos y restos de bichos muertos. Los graffitis se han contaminado de la misma decrepitud de los muros. Pasa un coche tipo smart, conduce un imberbe que parece no tener dos asaltos y lleva al reguetón a toda pastilla, Baby dime cuál es tu plan, no es culpa mía si me porto mal. Llego a Jerónimo Cuervo, continúo por Cárcer, luego a Álamos y de aquí a Carretería. Tres yuppies trajeados salen de una cafetería, pero antes han bebido demasiado y el café no les ha hecho efecto, y ahora cómo explicamos lo de la operación, no lo sé, que lo explique la jefa que además está buena y le harán más caso que a nosotros. En la Plaza de San Francisco queda una umbría fresca junto a la casa hermandad de La Paloma. Hay un charco en el suelo donde flotan palomitas de maíz. Tras enfilar por Marqués de Valdecañas, la calle Gigantes es una batalla entre la ruina presente y el esplendor anunciado en las cartelerías con las construcciones que están por venir. En las calles Álvarez y Don Rodrigo no se mueve un alma, pero hay basura desperdigada y coches que parecen llevar lustros pudriéndose. Huele a aceite quemado. Sigo hasta el cruce con Mariscal, y de aquí al río. Las afueras de ninguna parte.

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