Esencia, tradición y algunos vértigos
Mientras siguen los debates en torno a los modelos de la Feria del Centro, la fiesta continuó ayer con menos afluencia pero con las mismas consecuencias
La identidad propia de estos días es cada vez menos visible
La panda Aires de Torcal sube al escenario de la calle Larios y comienza el aquelarre por estilo Almogía. Un matrimonio británico que había observado los preparativos con cierto interés sale como espantado. Pero la mayoría de los turistas buscan acomodo para sus móviles y palos de selfie con tal de registrar correctamente la actuación en sus objetivos. Tres jóvenes de rasgos orientales, aparatosamente protegidas del sol y con pequeñas cámaras compactas colgadas del cuello además de sus smartphones, se quedan estupefactas ante el ir y venir de panderos y enseñas y el ritmo frenético de la actuación. Pero la mayor parte de los ojos que observan saben bien a lo que han ido, cómplices con una performance que consideran propia. El verdial ejerce su exorcismo con la precisión quirúrgica que sólo este folclore alcanza, vestigio de las Saturnales romanas que permitían la rienda suelta al frenesí y el gobierno de los tontos. Hay una esencia singular destilada en cada nota de las cuerdas, en cada golpe, en cada verso cantado, en cada baile. Y sin embargo, muy a pesar del rango de oficialidad que imprimió la caseta consagrada al género en el Real del Cortijo de Torres, los verdiales se resignan a su papel de artista invitado en la Feria cuando debían ser protagonistas. Es en el entorno de este tablao donde precisamente adquieren más visibilidad los elementos tradicionales de la Feria: mujeres vestidas de flamenca y hombres de corto bailan y cantan al compás de guitarras, tambores y palmas. En algunas ocasiones se percibe el espíritu organizativo de peñas y asociaciones, en otras se trata de simples grupos de amigos que prolongan la fiesta de manera más espontánea mientras cae un plato de jamón o una copa de fino. Se suceden sevillanas, rumbas, aires abandolaos, incluso éxitos de la música latina pasados por el tamiz del flamenqueo. A eso de las dos hay que apretujarse y casi no cabe un alfiler, pero el buen ambiente, la camaradería y las risas se mantienen álgidas. El paisaje ofrece, así, una definición perfecta de la Feria de Málaga, en su acepción centro. Sin embargo, si un antropólogo alienígena que nunca hubiera oído hablar de esta Feria se diera una vuelta, su impresión general sería muy distinta. En su informe descriptivo, dejaría a estas muestras de esencia y tradición un hueco más bien discreto en un panorama general caracterizado por el ruido, el exceso de alcohol y la agresión a la ciudad en distintos órdenes, en una tendencia prolongada además durante la mayor parte del día mientras las otras manifestaciones, las autóctonas, se ciñen a un horario establecido y siempre respetado. Resulta significativo que, cuando Juan Cassá volvió a apuntar a la posibilidad de que la Feria se trasladara a septiembre, muchos argumentaron razones históricas para desacreditar la idea. Pero lo cierto es que esos elementos históricos que de alguna manera debían definir la Feria ya son más bien anecdóticos. Al menos en el centro, donde el desmadre y el botellón podrían darse de la misma forma en cualquier otra ciudad del mundo.
La afluencia es hoy sensiblemente inferior a la de ayer. La policía ha requisado los instrumentos de algunas charangas por tocar fuera de las zonas acotadas para ello en la Feria del Centro y ha amenazado con poner multas. Lo paradójico es que fuera tanto de las áreas previstas como del horario señalado sí se puede beber alcohol en la calle, romper botellas de cristal en el suelo y orinar en los portales de Madre de Dios. Y se puede, en gran medida, porque el dispositivo de seguridad que debía impedirlo es insuficiente. Por Carretería bajan tres yolis con una cogorza de órdago que intentan mantener el equilibrio mientras cantan, y el anillo pa cuándo. La onda se expande hasta el Soho, convertido también en una fiesta monumental, donde esta mañana han amanecido algunos incautos durmiendo la resaca en algunos portales y donde ahora, poco antes de las cinco de la tarde, el desfile de calimochos es continuo, con lo que se garantiza la repetición de la escena la mañana siguiente. La Plaza de la Merced ofrece estampas similares, igual que la de Mitjana, la del Teatro y la del Siglo, donde un tipo intenta encaramarse a la escultura instalada frente al clausurado museo taurino mientras recibe los oles de un grupo de incondicionales. Avanza la tarde y la música cesa, pero el botellón continúa. En la calle Larios, una pandilla de diez o doce adolescentes hace corrillo cantando el repertorio de Manolo Escobar y enfrentándose a los vehículos de Limasa, como en una reproducción postmoderna de las protestas de Tiananmén. Las redes sociales informan de que hoy se celebra el Día Mundial de la Relajación, pero este señor barrigón de camisa marinera, bermudas blancas, chanclas de playa y gorrito de paja insiste en querer seguir bailando con la parienta, pero para de una vez Paco, que ya han quitado la música. No importa: en la calle Nueva, otra cuadrilla de amiguetes se empeña en hacer algo parecido a un flashmob para que otro demasiado borracho a esta hora de la tarde los grabe con su móvil. Un coro rociero pasa en dirección a Puerta del Mar cantando por Marc Anthony: Voy a reír, voy a bailar, vivir mi vida, la la la la. Aquí está todo el pescado vendido. Lo mejor será largarse al Real.
Sorpresa: cae la noche y la cola de la parada de taxis de la Plaza de la Merced, donde continúa alegremente el botellón, llega hasta la calle Álamos. En la parada cercana de la EMT los autobuses llegan llenos. Se incorporan a las colas legiones de jovencitos y no tan jovencitos con las reservas recién adquiridas en los chinos de la Victoria para prolongar la bacanal alcohólica en el Cortijo de Torres. Decepcionados y armados de paciencia, la mayoría optan por resignarse a esperar. Un treintañero alemán que comparte apartamento turístico cerca del jardín de los monos se me acerca y me pregunta en inglés si será fácil encontrar aparcamiento en la Night Feria. Le respondo que mejor lo intente en helicóptero, no entiende el chiste y se va sin más, algo perjudicado por el exceso de Cartojal. Un exaltado que debió perder la camisa en el Arco de la Cabeza levanta de pronto el brazo derecho, extiende la mano y vocifera: "¡Viva España!" Pero nadie le hace caso. En la cola de taxis aguarda su turno un matrimonio con un niño de unos cinco años, tocado graciosamente con un sombrero cordobés, rubio como el trigo y con un parche en el ojo izquierdo, que da pequeños bocados a un sandwich. "Entonces, papá, ¿me puedo montar en la noria?", pregunta a su progenitor, quien responde: "No, que te entra vértigo". El mismo vértigo que conduce hasta la madrugada.
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