El jardín de los monos

Por el país de los cátaros VIII: Albí (I)

Ilustración de Albí. Ilustración de Albí.

Ilustración de Albí. / Luis Machuca

Escrito por

Juan López Cohard

Un nítido azul, manchado con algunas blanquísimas nubes aborregadas, embellecía el cielo de Albí aquella tranquila mañana de agosto. En Francia, mi desayuno siempre es el mismo: café au lait, baguette con mantequilla y mermelada y un croissant calentito. Eso desayunamos para no variar antes de encaminarnos hacia el casco histórico de la ciudad.

La carretera que nos trajo desde Castres desemboca justo en la Avenida Gambetta y ésta, a su vez, conduce hasta el mismísimo centro histórico de la ciudad. El Bulevard du General Sibille, una vez pasado el Centro Hospitalario de Albí, nos ofreció la asombrosa panorámica que enmarca la plaza de la catedral. La sobrecogedora y desconcertante mole de la Catedral de St-Cecile se alza amenazante sobre el espectador, ¡qué digo, sobre toda la ciudad!, escoltada a su derecha por la impresionante fortaleza -que no es otra cosa- del Palacio de la Berbier, antiguo palacio arzobispal que hoy contiene el Museo de Toulouse-Lautrec.

El prepotente conjunto monumental estremece y amedrenta el alma. Es el símbolo del poder terrenal de la Iglesia de fuego y espada que convirtió en mártires a los heréticos disidentes. Ante su estampa el asombro se convierte en turbación. ¿Por qué en una época en la que florecen las catedrales góticas, cuyo esfuerzo se concentraba en elevarse hacia Dios jugando con las divinas proporciones, se construye en Albí tan colosal templo-fortaleza? La respuesta, sin duda, hemos de encontrarla en el hecho de que la ciudad fue el símbolo de la herejía albigense. La catedral fue mandada construir por el obispo Bernard de Castanet en 1282 y se terminó, fiel a su proyecto, un siglo después, periodo en el que aún la herejía no se había apagado del todo. El deseo del obispo y vice-inquisidor de Francia fue dejar patente a los albigenses quién tenía la fe por el mango, cuánto era de inquebrantable la ortodoxia de la Iglesia y dónde estaba el poder de la ciudad. A fe que, por lo que se percibe al ver la catedral, lo consiguió.

De origen celta, la Civitas Albiensium romana, después de estar bajo dominación visigótica y sarracena, cayó en manos del rey franco Carlos II El Calvo, nieto de Carlomagno, cuya dinastía reinó en Francia hasta la cruzada cátara. Tras varios siglos de reinado de los Capetos, en el s. XVII, ya con los Borbones, se convirtió en sede arzobispal y, en la actualidad, Albi es un gran centro turístico y capital del departamento del Tarn, río que le abraza con uno de sus meandros. Aún conserva su aire de ciudad medieval y se respiran aromas de su pasado cátaro. De eso se encarga la altiva presencia de la catedral de St-Cecile y, por ello, se hace inevitable destinar muchas horas a su contemplación y visita.

Al rodear el ciclópeo edificio es cuando se percibe la preponderancia de la fuerza sobre la esencia religiosa. Nos encontramos ante una compacta caja rectangular, lobulada, de cuarenta metros de altura, rematada en su extremo posterior por un ábside aparentemente semicircular aunque realmente es poligonal. Cada lóbulo es un pilar redondo del que sólo vemos la mitad por el exterior, como si fuesen contrafuertes semicirculares. Entre cada uno de ellos se abren dos estrechas ventanas ojivales. Las del nivel inferior, más pequeñas, fueron realizadas con posterioridad. Las que se abren en la parte de arriba de la fachada son más altas y esbeltas y, curiosamente, cada una de sus ojivas presenta un remate diferente. La parte superior de la fachada, delimitada por las gárgolas talladas en blanca piedra, de una arcilla sensiblemente más clara, es el cinturón que se construyó en el siglo XIX para rehacer el tejado y facilitar un camino de ronda. Resultó una graciosa coronación del edificio, ya que parece una corona adornada por una arquería con ajimeces de hermosa factura.

La potente y severa fachada sólo se aligera con dos elementos gráciles: el esbelto campanario que se eleva, a una altura que duplica la fachada, sobre cuatro fornidos torreones circulares y el flamígero porche que se abre en el lateral. La recia torre cuadrada, que conforma todo el lateral opuesto al ábside, cuya base escarpada presenta muros ahusados entre los ángulos cilíndricos de los torreones, se va suavizando progresivamente hasta sus tres últimas plantas que forman el campanario. Éste ya es de planta hexagonal con dos ventanas ojivales por cara.

El alma se relaja y la tranquilidad sobreviene cuando uno se adentra en el gótico porche, único elemento de la catedral que transmite sensaciones más amables y apacibles. Construido en una época más tranquila (entre 1392 y 1410) por Dominique de Florence, es un baldaquín de estilo gótico flamígero con profusa ornamentación compuesta de multitud de pináculos, calados y esculturas de piedra blanca, en gran contraste con el mazacote de ladrillo rojo del edificio que, por cierto, puede que sea el más grande del mundo construido con adobe de arcilla. Como en una esmerada labor de punto de crochet, a lo largo y ancho de la fachada y la bóveda, sostenida por dos robustos y afiligranados pilares, se entrelazan ojivas flamígeras, pináculos floridos y una multitud de motivos ornamentales que enmarcan las esculturas del dovelaje y el tímpano. Entre ellas Santa Cecilia, Santa Magdalena, y el propio Dominique de Florence representado por Santo Domingo. Destaca una magnífica talla de San Juan lleno de vida y movimiento.

Me pareció un tanto extraño que la entrada principal, precedida por el descrito baldaquín, estuviese abierta por la fachada lateral, en lugar de estar en la fachada opuesta al ábside, o sea, bajo la torre del campanario. Según parece, se debe a que la fachada oeste, la del campanario, se encontraba enfrentada con un tremendo desnivel que la separaba de la ciudad y, por otra parte, a que la fachada lateral estaba más protegida y era más cómoda para los parroquianos.

Sin embargo, la panorámica más soberbia de la catedral la encontramos desde el puente de la carretera de Rodez. Desde allí pudimos contemplar, como si de un lienzo de El Greco se tratara (que pudiéramos titularlo “Vista de Albí”), un maravilloso cuadro apaisado y dividido proporcionalmente en tres tercios. En el tercio inferior del divino paisaje nos mostraba las apacibles aguas del Tarn con tonos esmeraldas y manchas rojizas reflejos del Puente Viejo. El tercio central, subiendo la vista escalonadamente buscando la catedral, nos muestra al citado Puente Viejo, que pareciese el brazo extendido del también viejo Molino del Cabildo, las casas de la ciudad antigua que parecen descolgarse hasta el río, y las murallas y fortificaciones de los jardines colgantes del Palacio Arzobispal; y, en el centro del tercio superior, mostrando su poderosa estampa elevándose sobre la ciudad, la Catedral con su erguida Torre, cual espadón amenazante y disuasorio del pasado herético albigense y faro vigía de la ortodoxia católica, perfilada sobre el fondo por el cielo azul aborregado, en unos momentos de la tarde en los que el sol ofrece un contraluz que destaca y recorta la imagen sublime del templo fortaleza.

El conjunto nos impresionó hasta tal punto que pensamos que teníamos ante nosotros una de las más impresionantes panorámicas que jamás habíamos contemplado. La soberbia catedral, dominando toda la ciudad, era la viva representación de aquella iglesia medieval, justiciera y vengativa, que infundía temor a todo aquel que desafiara su ortodoxia confesional y su poder, tanto espiritual como terrenal.

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