El jardín de los monos

Hemosa Sicilia I: Trinacria

Emblema de Tricania en la bandera de la región de Sicilia.

Emblema de Tricania en la bandera de la región de Sicilia. / M. H.

Sicilia bedda, Sicilia mía, ti pensu sempri cu nustalgia”, cantaba Franco Battiato. “Bella Sicilia, Sicilia mía, siempre te pienso con nostalgia”. Cuándo el tiempo nos atropella es cuándo aparecen los maravillosos recuerdos con los que lamernos las heridas recibidas de él. Si hay un recuerdo que siempre me ronda por el alma es aquél viaje en el que conocí Sicilia. O Trinacria, que así también se la conoce. Me enamoré tan obsesivamente de ella como Humbert de la Lolita de Nabocov.

Después de conocerla supe que, si alguna vez me perdía, habrían de buscarme por Sicilia. No conozco el Olimpo de los dioses, pero estoy convencido de que esta isla es su sucursal en la Tierra. Ya Homero en su Odisea dice que es “una de las islas más bellas de éste, nuestro planeta Tierra, el lugar donde el mundo termina”. Y es cierto, es donde el mundo termina y comienza el Paraíso. Un paraíso que forjaron los dioses de la mitología greco-romana junto a aquellos pueblos que la conquistaron y se asentaron en ella: fenicios, cartagineses, griegos, romanos, bizantinos, árabes, normandos, aragoneses, españoles…

Hasta que, finalmente, con Garibaldi, asumieron su identidad italiana. Han sido muchos porque Sicilia ha sido siempre por muchos deseada. Fue amada por todos y martirizada por algunos. Pero sigue subyugando a todo el que la visita. Goethe, que como tour operador no tuvo precio, divulgó en su Viaggio in Italia la excelsa hermosura de la isla. Llegó a afirmar que “Italia sin Sicilia, no deja imagen en el alma; aquí es donde está la clave de todo”. Pero quizá el más paradójico amor por la homérica morada del cíclope Polifemo, es el que sintió Sthendal. El escritor francés, considerado uno de los padres del realismo literario y que dio nombre al síndrome de la emoción que produce la belleza extrema, escribió de Sicilia: “uno tras otro la invadieron y poseyeron todos los pueblos; fue causa de tantos combates y de la muerte de tantos hombres como una hermosa mujer ardientemente deseada; (…) lo que hace de ella una tierra que es necesario visitar, un país único en el mundo, es que, de un extremo a otro, constituye un sorprendente y divino museo de arquitectura. (…) He buscado sobre todo el placer de los ojos que en este singular país es grande”. Y viene la paradoja, lo realmente alucinante, lo que me deja fascinado, es que Stendhal nunca estuvo en Sicilia. Se enamoró de ella como Don Quijote de Dulcinea. ¡Cuánta no será la seducción de Sicilia que enamoró al francés en la distancia, sin que llegaran a conocerse! Confieso que yo me enamoré porque la conocí y, desde entonces, siempre que puedo vuelvo porque sigue persistentemente en mis sueños.

De su convulsa y rica historia procede un pueblo excepcional, orgulloso pero amable y hospitalario. Un pueblo en el que el sentido de la familia adquiere un significado especial que se extiende hacia todos los allegados, sean parientes o amigos, lo que hace muy agradable la estancia en Sicilia, especialmente, me parece a mí, para los españoles ya que nos hacen sentir, por sus costumbres, gastronomía y forma de ser, como estar en casa.

¿Por qué a Sicilia se la conoce también como Trinacria? Los griegos así la bautizaron por su forma triangular. Homero en su Odisea la llama Thrinakie y en su forma actual, como Trinacria, aparece por primera vez en la Divina Comedia de Dante Alighieri. Fueron los romanos los que la bautizaron como Sicilia derivada del término indo-germánico “sik” que significa fertilidad y que utilizaban los griegos. Trinacria está representada por un símbolo que actualmente figura en el centro de su bandera y que data del siglo VII a.C. Está compuesto por la cabeza de Gorgona cuyos cabellos son serpientes entrelazados con espigas de trigo (éstas se las añadieron los romanos). De la cabeza irradian tres piernas flexionadas con los pies hacia el sentido horario. Las tres piernas representan los tres extremos de la isla con sus tres cumbres.

En realidad, cuando hablamos de Sicilia, casi siempre nos referimos a la isla principal. Una isla que tiene más de 25.000 Km2 y más de 5 millones de habitantes, separada de la península Itálica por el Estrecho de Mesina, de tan solo 3 Km. de ancho Pero la región siciliana, la de mayor superficie de Italia, comprende además un conjunto de pequeños archipiélagos: las islas Eolias o Lípari, las Égades y las islas Pelagias. Aparte está la isla Ùstica.

Para orientarnos, los vértices del triángulo son, en el noreste, el Estrecho de Mesina, en el noroeste, la provincia de Tràpani y en el sureste, (debajo de Mesina) la provincia de Ragusa. De forma que de Mesina a Tràpani se forma la costa Norte de la isla, en la que se encuentran Palermo, la capital, y la ciudad turística de Cefalú. Entre Tràpani y Ragusa, la costa Sur, se encuentra la ciudad de Agrigento con el Valle de los Templos (griegos), y entre Ragusa y Mesina, en la costa Este, nos encontramos con ciudades como Siracusa, Catania, Acireale o Taormina y, también, la gigantesca fragua de Vulcano, el Etna.

Pero la atracción tan extraordinariamente potente que tiene Sicilia no se entiende sin echarle un vistazo a su historia y, especialmente, a la huella arquitectónica y cultural que ha dejado. Comencemos por la mitología ya qué, de cualquier manera, el mito tiene siempre su origen en una transfigurada realidad. Para el historiador Tucídides, la isla que contempló Ulises, tras varios días de navegación, fue Sicilia que inicialmente estuvo habitada por los cíclopes (pastores gigantes caníbales de un solo ojo) y los lestrigones (gigantes antropófagos que habitaban en la costa oriental de la isla). Al menos eso dice la Odisea. Se supone, en una lectura poética, que el ciclope Polifemo, ya ciego, arrojando piedras al barco de Ulises no era otro que el Etna.

La realidad prehistórica es que los primeros pobladores autóctonos fueron los sicanos que, según algunos podrían ser de procedencia íbera. Éstos fueron desplazados hacia el interior de la isla por los sículos que provenían de la península Itálica y, en la costa occidental se asentaron los élimos que procedían de Anatolia y fundaron las ciudades de Èrice y Segesta. Sobre el año 1000 a.C., aparecen los primeros asentamientos fenicios, Lilibeo (Marsala), Panormos (Palermo), Solunto, Imera y Mozia. A partir más o menos del 750 a.C. comenzaron a aparecer los griegos. Jonios primero, megarios, corintios y tantos otros que convirtieron Sicilia en parte de la Magna Grecia que se extendía por todo el sur de la bota Itálica. Surgieron ciudades como Catania, Mesina, Selinunte, Siracusa, Taormina, Naxos, Agrigento y otras muchas en las que hoy en día aún podemos apreciar el esplendor que llegaron a tener.

Del siglo III a.C. hasta el s. V d.C., tras la segunda guerra púnica, Sicilia pasa a formar parte de Roma. Largo periodo de amores y desamores pero donde floreció una economía fundada en la riqueza agrícola de la isla. Muestra de ello es la impresionante Villa del Casale de Piazza Armerina, un inmenso palacio con los más bellos mosaicos romanos que se conservan. Posteriormente aparecen los bizantinos, y el general Belisario, a las órdenes del emperador Justiniano, toma Palermo. Triste memoria dejaron. Aunque, curiosamente, el emperador Constante, acuciado por los árabes, trasladó la sede imperial de Constantinopla a Siracusa.

Del s. IX al s. XI llegaron los árabes que dejaron una notable reforma agrícola. Del s. XI al XII, como por arte de magia, aparecen los normandos. Crearon un auténtico y moderno estado. Solo porque legaron la fabulosa catedral de Monreale ya se puede juzgar su estancia como esplendorosa para Sicilia. Con la ocupación francesa de los Anjou, los sicilianos sufrieron una verdadera e injusta opresión. Y pasó. Pasó que se sublevaron contra ellos y se produjeron terribles matanzas en toda la isla, hecho que se conoce como las “Visperas sicilianas”. Los angiovinos fueron expulsados, pero ante la amenaza de su vuelta, los sicilianos pidieron protección a Pedro III de Aragón. Y el hijo de Jaime I el Conquistador no perdió la ocasión. Con Roger de Lauria al frente de sus tropas derrotó a los franceses y Sicilia pasó a ser parte de la corona aragonesa. Después la desgajó para entregársela como reino a su hijo menor que reinaría bajo el nombre de Federico II de Aragón. Después de la unión de Castilla y Aragón vendría el dominio español que duró hasta 1730. Le siguió la era de los Borbones y, por fin, llegó Garibaldi y los sicilianos, aunque por muchos motivos defraudados, se sintieron absolutamente italianos.

Toda esa historia, todas esas culturas, navegan por tres mares: el Tirreno, al norte, el Jónico, al este, y el Mediterráneo, al suroeste, en la isla más grande y hermosa del Nostrum Mare. La llamaron Trinacria.

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