Mansión imposible para el otro barrio

La Asociación de Funerarias reclama a los ciudadanos que no depositen las cenizas de sus difuntos en las zonas emblemáticas de la ciudad l Pero, entonces, ¿dónde las ponemos? l Hay que tener en cuenta los riesgos: pretender pasar a la posteridad tras la cremación entraña aquí ciertos peligros

Un columbario en Málaga: descansen en paz y bien ordenados.
Un columbario en Málaga: descansen en paz y bien ordenados.

08 de octubre 2010 - 01:00

CONFIESO que a veces me asaltan dudas, como a Pereira, sobre la resurrección de los cuerpos (tengo una vena platónica que no hay Dios que me la quite). Así que, guardada en mi cartera mi identificación como donante de órganos, tengo más o menos decidida la incineración como solución final a mi paso a la otra vida. Y cuando no tengo nada mejor que hacer y me pongo a pensar en estos asuntos tenebrosos, me preocupo por el regalito, urna incluida, que dejaré a mis herederos. ¿Qué harán con él? Me niego, desde luego, a que conserven mis cenizas en un cajón: lo mejor sería depositarlas en algún sitio bonito, significativo, un rincón que de alguna forma despierte mis simpatías. Pero, ¿dónde? Esta misma semana, la Asociación de Funerarias solicitó a los ciudadanos que no dejen las cenizas de sus seres queridos en los "lugares emblemáticos" de Málaga, por sobrecupo. Pero, en el caso de que opte por mi ciudad de nacimiento como mansión para el otro barrio, ¿cuál sería el emplazamiento idóneo? No crean que se trata de una decisión fácil. En Málaga hay que ser precavido porque los peligros son insospechados. Y aunque me sienta como un Poe colgado de alcohol y morfina anticipando mi muerte, conviene ir tomando nota. Por si acaso mis enemigos se lo toman demasiado en serio.

Hay que ser muy, muy malaguita para pedir el reposo absoluto a los pies del Cenachero, de la Farola o de la Equitativa. Lo siento, no estoy dispuesto. Mi reivindicación tiene un límite. Además, aunque la continuidad de estos monumentos está más o menos garantizada, siempre corre uno el riesgo de que le orine encima un perro o alguna criatura humana, y no es plan. Sé que hay más de uno dispuesto a que se guarden sus restos en La Rosaleda, pero no soy muy futbolero. El Unicaja tampoco me quita el sueño, así que descarto también el Martín Carpena, a pesar de que hace diez años Lou Reed dio allí un concierto que se me quedó clavado en la sien. En el centro histórico hay algunos sitios en los que no me importaría mantener la posteridad, pero aquí el riesgo se multiplica: hace poco cayó por su propio peso una bella casa decimonónica en la calle Mariblanca, y la mayoría de esos palacetes bajo cuyas losas me gustaría dejar pasar el tiempo están condenados a correr igual suerte, así que no me apetece que me confundan con los escombros. Los columbarios, en general, me dan mal rollo y además no pertenezco a ninguna cofradía, por lo que mis opciones son escasas. En el mar, ni pensarlo: no quiero que mis cenizas queden mezcladas con la nata en una orilla impracticable. ¿Y en el paraje natural de los Montes? Podría ser, pero los verdiales me gustan sólo el tiempo justo. Tal vez podría quedarme en algún entorno patrimonial histórico, como el Teatro Romano, pero no creo que la calle Alcazabilla esté lista para entonces. En Gibralfaro quedaría a merced de los chusmas que van a vacilar por la noche con sus motillos, y en la Alcazaba me aburriría soberanamente. Además, no me gusta la escayola. Por aquello de la cultura podría pedirme el Teatro Cervantes, pero querría largarme de allí cuando inauguraran (todavía pendiente, seguro: hay tantas cosas que no veré) el Auditorio. No descarto el Teatro Cánovas, pero a ver lo que hacen con El Ejido de aquí a entonces. El Museo Picasso no estaría mal; además, pienso que al Palacio de Buenavista le hace falta un buen fantasma, como al Reina Sofía (pregunten a los vigilantes nocturnos), pero con tanto turista me haría un lío descomunal.

Creo que, en el fondo, prefiero los lugares pequeños. Es curioso, pero puestos a recordar emociones me asaltan las que viví en estos espacios en los que nadie repara, sobre todo en mi infancia y mi adolescencia. No estaría mal quedarme después de muerto en Pat Discos, frente al mercado de Atarazanas, donde compré mis primeros vinilos cuando el acné me torturaba con paciencia inquisitorial. O la cafetería de Carranque donde iba con mis compañeros tras la salida del colegio a recoger los churros que habían sobrado de la mañana. O las dependencias de la antigua sede de la Diputación en la Plaza de la Marina en la que antaño estuvo la biblioteca, donde leí libros que me hirieron profundamente y sin remedio. Quizá el aula de cierto instituto en el que monté mi primer grupo de música. O, con creces, la Clínica Gálvez, donde nació mi hija Irene el día más feliz de mi vida. Hay bares en los que he tomado cervezas en ratos en los que el tiempo parecía haberse parado. Pero no sé cuánto quedará de esto en el futuro. En el fondo, me gustaría quedarme repartido en los bolsillos de las personas que quiero. Porque una ciudad es, sobre todo, quienes la habitan. Como el corazón.

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