Calle larios

'Not KKK' (por si acaso)

  • Con tanto esplendor turístico, parece que nadie se ha parado a pensar en las consecuencias de un posible choque cultural ¿Y si los cruceristas nos miraran como a bichos raros?

LA semana pasada estuve en la Feria de los Pueblos de Fuengirola y me comí un montadito de cocodrilo en la caseta de Australia. Ya que había probado el canguro, me las di de valiente. La carne, si es que aquello era realmente cocodrilo (si los devoradores habituales de kebabs supieran de qué están hechos, se afiliarían de inmediato al sindicato de la morcilla de Burgos), era gelatinosa e insípida, pero estratégicamente sazonada y picantona para que entrara bien con la cerveza. La cuestión es que, mientras devoraba mi exótico bocadillo, me paré a pensar en que si las matanzas rurales de cochinos son todo un espectáculo, vernáculo y ancestral, las matanzas de cocodrilos en Adelaida deben ser de órdago, a ver quién es el Dundee que se atreve a rajar a uno de estos bichos de la garganta al rabo mientras le quedan fuerzas para menearse. Eso, claro, en el caso de que las matanzas se celebren en Australia como corresponde, aunque no parece que los alligators emitan llantos tan conmovedores como los gorrinos. Resulta estimulante, en todo caso, el modo en que lo gastronómico dicta las fronteras: uno, por ejemplo, se atreve a catar un chupito de licor extraído de una botella donde yace el lagarto enterito, primero con resquemor, oteando como desde lejos; luego con decisión, como se tomaban los amargos jarabes de la infancia; y, por último, con la satisfacción de haberse metido aquello entre pecho y espalda y seguir vivo. Es ahí donde uno se hace ciudadano del mundo, como quería Séneca. Admito que si viajara a Camboya me costaría la vida  comer en un lugar distinto de un McDonald's, pero confieso igualmente que, a mis casi 39 tacos, he sido incapaz de meterle mano a una tapa de caracoles, ni siquiera en Córdoba, lo que ya es delito. Lo más divertido, eso sí, es comprobar el rostro que ponen algunos cruceristas cuando desembarcan en Málaga y les sirven una paella precocinada en cualquier terraza del centro. He visto a señoras con la piel enrojecida, protegidas inútilmente bajo panorámicas pamelas, tantear el plato con el tenedor como si el arroz fuese a decir algo. Por no hablar de los austriacos que llegan hasta el Maricuchi o el Cabra y se piden unas gambas. ¿Cómo puñetas se comen tales ejemplares? Lo mejor, claro, es imitar  los aborígenes. Pero, ¿realmente es necesario chuparle la cabeza a esto que tanto se parece un insecto, que de hecho no lo es por muy poco? Y aquí llegamos al quid del asunto, a lo más peliagudo: Málaga se ha posicionado como referente turístico hasta prácticamente no ser otra cosa, pero ¿se ha parado alguien a pensar en las consecuencias que podría traer un choque cultural? ¿Nos miran los guiris como creemos que somos, o como a bichos raros? ¿Y si en realidad los estamos echando a patadas y no nos damos cuenta? ¿Hay algo en nuestras costumbres que pueda resultar desagradable o insultante a ingleses y noruegos?

Corresponde poner aquí un ejemplo de libro: hace poco pasé frente a una de las tiendas de artesanía de la calle Granada, de ésas que venden hermosos abanicos y biznaguitas de porcelana. Frente a una colección de figuras de nazarenos, pegado al escaparate, el comerciante había colocado un cartelito que rezaba: Not KKK. De inmediato imaginé la cara de póquer del viajero de Alabama que viene a dárselas de listo en su crucero por el Mediterráneo y se encuentra aquello en una tienda especialmente indicada para turistas. Tendría que preguntarse lo mismo que delante de unas gambas: ¿Cómo se come esto? ¿Qué hacen aquí los del Ku Klux Klan? ¿Y cómo les rinden homenaje estos africanos venidos a más? Es bien conocida en Málaga la historia de cierto jugador afroamericano del Unicaja al que le dio por quedarse una Semana Santa y nada más ver  la primera procesión salió a toda velocidad, haciendo cruces, para subirse al primer avión disponible. Del mismo modo, ¿qué pensarán los forasteros ante otras costumbres tan malagueñas como hablar muy alto, hacer el máximo ruido posible con las motos cuando el semáforo se pone en verde, desayunar a las 13:00, dejar las caquitas donde el perro se inspira o acoger congresos nacionales de tunos? Mejor aún, eso sí, es percibir que es uno el extranjero conforme se aproxima al centro, donde todo parece cada vez más ajeno, más impropio y menos humano. Ni para ti ni para mí, que diría el clásico.  

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