Oda apátrida al pitufo catalana

calle larios

lEstá demostrado: las cuestiones geoestratégicas se resuelven mejor en la barra de un bar y con un café

Seguramente lo más grave existe para que el milagro de lo intrascendente acontezca

Una liturgia sin importancia para tomar partido.
Una liturgia sin importancia para tomar partido. / Málaga Hoy
Pablo Bujalance

08 de octubre 2017 - 02:05

Aeso de las nueve de la mañana me meto en una cafetería en la que no desayuno habitualmente: me encuentro en otro barrio por razones imprevistas y todo me pilla con el paso cambiado. Me acerco a la barra, me siento en un taburete, despliego el periódico, pido mi café doble y mi mollete y entonces sí, el día rueda bajo su propia ley. Poco después, cuando percibo ya el aroma de mi mitad a escasos centímetros, entran en el bar cuatro agentes de la Policía Nacional, se sientan en una mesa muy cerquita y piden su desayuno a la camarera, que toma nota desde la misma barra. Después entra un matrimonio bien veterano: ella, menuda y delicada, con una felpa sencilla sobre su pelo blanco que le confiere cierta apariencia de niña mala, sonrisa perenne incluida, y varias pulseras donde terminan sus manos arrugadas; él, pensionista con guayabera, canónico, discreto y callado, rictus serio ante la gravedad de los acontecimientos, coge un periódico deportivo de una mesa desocupada y procede a hojearlo con altiva indiferencia. Los dos se me sientan al ladito, cada uno en su taburete. La mujer pide un pitufo integral de pavo y el varón un pitufo catalana, con distintas modalidades de café. Mientras él lee, o hace como que lee, ella se queda mirando sin hacer nada, con la sonrisa puesta, un tanto sospechosa. Yo me pongo manos a la obra con mi desayuno y unos minutos después la camarera trae las viandas de mis compañeros de barra. Deja en la misma tazas y platos mientras nombra a la vez en voz alta los productos, "sombra pequeño y cortado, pitufo integral de pavo y pitufo catalana". Presto entonces más atención, haciendo como que no levanto la vista de mi periódico, a la sonrisa de la señora. Parece a punto de decir algo, y sé lo que va a decir. "Lo va a soltar", pienso. "Lo va a soltar en tres, dos, uno". En éstas, uno de los agentes de la Policía Nacional se levanta, se acerca a la barra y se sitúa justo detrás de la buena mujer. Ha venido a pedir sacarina. Y entonces ella lo suelta: "Pues al pitufo catalana va a haber que cambiarle el nombre". Ya lo ha soltado. La camarera responde de inmediato: "Pues la verdad es que sí, con la que está cayendo". Sin desmantelar su sonrisa, la señora mira tras su hombro después de haberse percatado de que alguien se le ha puesto detrás pero sin haber comprobado aún de quién se trata y le pregunta: "¿Verdad que sí? ¡Pero a ver cómo lo llamamos ahora!" Y justo entonces la mujer descubre que su interlocutor es un efectivo de la Policía Nacional: "¡Ay, Dios mío, a quién he ido a preguntarle!". "No se preocupe, señora", responde el agente, cuya sonrisa supera en diámetro a la que hasta hace escasos segundos había esgrimido la mujer mientras vuelve a la mesa junto a sus compañeros con los dos sobrecitos de sacarina. En casi toda la cafetería cunden risas de complicidad por una parte y alivio por otra.

Un hombre que está en el otro extremo de la barra y en el que yo no había reparado aún, cincuentón venido a menos, con barba de tres días, camiseta de AC/DC y calvicie incipiente, decide meterse en la conversación mientras vierte el azúcar en su café: "Pues fíjese usted, señora, que al pitufo catalana lo llaman andaluz en muchos sitios de España. No pitufo, claro, que eso es muy malagueño, pero sí bocadillo andaluz, o tostada andaluza". De inmediato recuerdo un cómic de Zipi y Zape que leí en mi niñez: Don Pantuflo y Doña Jaimita invitan a otro matrimonio a cenar a casa. Doña Jaimita sirve la cena, que consiste en unas humildes rebanadas de pan con tomate, mientras anuncia: "Pan con tomate, al estilo catalán". A lo que la invitada replica: "Los catalanes ponen jamón". Y entonces advierto, mientras los agentes de la Policía Nacional comentan aún la jugada en la mesa, que esta anécdota, intrascendente y pueril, demuestra a la perfección de qué estamos hechos. Casi siempre se tiende a considerar que los episodios más graves (la muerte de un ser querido, una graduación, una boda) son los que más influyen en cada uno, los que determinan, incluso, la personalidad y el carácter. Sin embargo, cabe suponer que son los pequeños paréntesis sin importancia, los actos irrelevantes de la vida cotidiana, la taza en la que calentamos el té, la primera prenda de abrigo que vestimos en otoño, la calle por la que paseamos cada mañana con el perro, la manera en que dejamos las llaves sobre la mesa cuando volvemos a casa, la cafetería en la que nos sentamos a desayunar, los que nos representan con mayor fidelidad. Una cuestión tan peliaguda como la catalana había quedado resuelta amablemente en esta liturgia tan sencilla y por eso mucho más humana que cualquier bandera o consigna.

Supongo que Shakespeare se refería exactamente a esto cuando escribió que estamos hechos de la misma materia que los sueños. Pero mejor con jamón, eso sí.

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