Pedregalejo: extinción de las esencias
calle larios
Las tradiciones y los sellos autóctonos parecen difuminarse a este lado de la ciudad en pro de cierto postureo impersonal
Pervive, sin embargo, un mestizaje lleno de prodigios
Es un viernes de marzo y el sol del mediodía pica a base de bien en Pedregalejo. Cierto verano presumiblemente breve se da así por adelantado y el resultado es el que cabría esperar: una muestra nada desdeñable de bañistas aprovecha los primeros rayos de sol de la temporada en la playa, con disfrutones tumbados sobre sus toallas, sumergidos algunos en el agua que a esta hora se revela limpia y apetecible o correteando en la orilla con sus perros, a los que de momento se les permite el acceso sin problemas. En el paseo marítimo hay también un abultado gentío que va y viene con chaquetas y rebecas dobladas en antebrazos o arremangadas según Dios inspira a cada cual. Uno se pregunta de dónde sale tanto público una jornada laborable a estas horas, pero lo cierto es que la clientela empieza a dejarse caer en las terrazas con disposición al solaz sin demasiadas quejas: nadie parece pasarlo aquí precisamente mal. Hay un señor prácticamente desnudo, salvo el justo bañador andrajoso anudado como un taparrabos, canijo y quemado ya por el sol, con trencitas esmeradas en su barba cana y pinta de yogui trascendental, que vende bisuterías de promesas nepalíes en un tingladillo de tapetín verde y que desplaza su negocio en bicicleta de recachita en recachita a la espera de que alguien se deje convencer. Son muchos, por cierto, los transeúntes que se mueven en bicicleta por las estrechuras a veces angostas del paseo marítimo, los más con la prudencia necesaria, algunos sin excesivos miramientos ("Dale al timbre para que te vean, que si no, no se apartan", recomienda un ciclista con ínfulas de piloto de las fuerzas imperiales de Star Wars a una presunta neófita). En las puertas de las casas que dan al paseo marítimo hay algunos vecinos sentados en sillas de playa, jubilados ociosos que sacan punta al último partido del Madrid o discuten sobre la cantidad de cebolla óptima para una tortilla de diez huevos. Un señor tiende la ropa con la misma precisión de un cirujano en un trasplante de hígado mientras silba a Antonio Machín. Los niños están en la escuela, claro, pero se echan de menos los partidillos espontáneos y los balones que deben sortear los ciclistas para no terminar de bruces en el suelo. Pasa otra joven en bici con un loro acoplado al manillar y suena, milagro, Caetano Veloso: "Linda / E sabe viver / Você me faz feliz". En las mesas hay ya helados, cafés, vermús, refrescos, copazos y bandejas con viandas de arcoiris a modo de brunch, como un ideal utópico que acontece. Sólo parece faltar un cartel de No molestar.
Ante premisas de tal calibre, conviene comenzar el paseo desde la zona más próxima a los Baños del Carmen (donde, por cierto, también cunden ya los consumidores de aperitivos a pesar de que los estragos de la última tormenta son todavía visibles). Los astilleros Nereo ocupan su emplazamiento con la discreción de siempre, con una impresión de amenaza que exhala una resistencia demasiado prolongada en el tiempo. Uno se pregunta qué tendría que pasar para que un proyecto tan singular, del que con tanto orgullo presumirían sin duda otras ciudades, se convierta en objeto de una política municipal justa y lúcida, a prueba de espadas de Damocles: pero ahí lo tienen, gente que pone todo el empeño en hacer de la historia de Málaga un asunto vivo confinada tras un muro y cruzando los dedos para que no lo derriben. De inmediato comparecen los primeros restaurantes, el Pez Tomillo y el renombrado Misuto, con sus cartas atractivas, exóticas y multiculturales. Inmediatamente se extiende la primera terraza de inspiración chill out: las mesas estratégicamente distribuidas acogen ya a usuarios entre los que se confunden guiris de origen nórdico, rubicundos y pajizos, y castellanos maduros de escapada furtiva, torso al descubierto y un acento de Moratalaz que complacería solemnemente al obispo de Salamanca. Continúa el paseo y un pelín más al Este se exhibe el Lirio cerrado a cal y canto, víctima de una clausura por la que se ha hablado largo y tendido de Pedregalejo en los últimos días. En su entorno ya sólo quedan el Cabra, el Maricuchi y el Morata como agentes benefactores de la tradición malagueña del pescaíto, aunque a esta hora donde hay más gente es en la Peña Recreativa, casi a tope entre jugadores de dominó y analistas espontáneos de la Unión Europea. Un poco más adelante se localizan el Caleño (que encontramos cerrado en nuestra visita), el restaurante Los Espigones, el fronterizo Miguelito El Cariñoso y pare usted de contar. El carácter solitario con el que el espetero del Cabra aviva las llamas que le corresponden, cual fraile franciscano en recogido rezo de Vísperas, ofrece una estampa fidedigna de la impresión mayoritaria al respecto. Los establecimientos que se han ido instalando en el enclave responden a un gusto muy distinto, más in y menos out, a mayor gloria de cierto criterio cosmopolita que tiene mucho de invención y postureo: podrían estar lo mismo en El Callao que en Malta o en Reikiavik. Los turistas continentales, de hecho, acuden con mucha más decisión a estos lugares que a los del pescaíto de siempre, seguramente porque se la juegan menos ante un crepe que ante una ración de adobo, lo que por otra parte ofrece una imagen reveladora del turismo que la ciudad recibe. Las terrazas de Pedregalejo corresponden por tanto a una ciudad impersonal, franquiciada y olvidadiza, en cuyas cartas se mezclan smoothies, yogures griegos, cócteles de nombres impronunciables, bebidas estimulantes jamaicanas, sushi, carnes a la parrilla, tatakis de atún, paellas, sandwiches, ensaladas y productos para veganos. También quedan lugares ya añejos distintos de la oferta del pescaíto, como el burguer Mafalda, que a esta hora sirve ya con eficacia sus enormes camperos. En todas partes, eso sí, cunde un mestizaje lleno de prodigios; y es que, a pesar del marchamo políglota del que pretende presumir el barrio, quedan secuelas del Pedregalejo antiguo en formas y maneras: en uno de estos locales ambientados con música tecno de los 80, un camarero avispado tira de su inglés primario para camelarse a una muchacha que va pregonando a gritos su condición de Erasmus, le coloca un pinchito de frutas de temporada después de mucho insistir y remata la faena con una pataíta, ole. Tampoco faltan los cantaores que ya están buscándose la vida con su machacado repertorio de rumbas. Y es en este buscarse la vida donde Pedregalejo más se parece a lo que ha sido siempre.
Una vecina que pasea a su perro y que luce hermosas macetas en la puerta de su casa, justo en la calle de atrás respecto al paseo marítimo (donde Pedregalejo parece de repente otro, más quieto, más ausente y silencioso, menos intervenido), apunta su versión sobre esta evolución: "En realidad, hace ya muchos años que Pedregalejo dejó de ser un barrio de pescaíto. La gente ha venido aquí mayoritariamente a otra cosa, antes al Bobby Logan y a bares de copas que ofrecían alternativas al centro, ahora a restaurantes y terrazas que también son una alternativa por la gastronomía que sirven. Es otra cosa. Quedan algunos restaurantes de ese tipo, pero salvo que vengas al Cabra o al Maricuchi a tiro fijo casi todo el mundo va a buscar pescaíto a El Palo. Y es algo normal, fíjate en qué se han convertido los Baños del Carmen, es inevitable que Pedregalejo siga esa tendencia. Hacer de esto un lugar pintoresco, tradicional y malaguita no tendría sentido. La gente joven viene aquí a tomar copas, a bucear y a pasear en bicicleta, no a comer pescaíto". Y tiene razón: no hay más que atender al modelo de restauración que se adoptó para el Muelle Uno (por no hablar de los armatostes herméticos de la Malagueta) para comprender que aquellos chiringuitos de antaño en los que se podían comer rosadas y calamaritos con los pies hundidos en la arena bajo la protección de un toldo forman parte de la nostalgia. Una mujer africana vestida con vivos colores vende figuritas de madera entre la indiferencia de los consumidores de batidos de caramelo mientras lleva a su bebé dormido fijado a la espalda. Un señor mayor de guayabera desabrochada escucha la radio a todo volumen y maldice en voz baja a Pablo Iglesias. La vida, seguramente, sigue siendo la misma. O casi.
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