El Prisma

Reincidiendo en el pecado

  • La misma Delegación de Medio Ambiente que tres años atrás levantó la voz ante la contudencia de los chiringuitos construidos en La Caleta y La Malagueta permite ahora alicatar las terrazas sobre la arena.

"El cielo está enladrillado. ¿Quién lo desenladrillará? El desenladrillador que lo desenladrillare, buen desenladrillador será". En Málaga, más que el cielo, lo que vuelve a enladrillarse es la playa. Para los que sean ajenos a la polémica vivida en esta bendita ciudad es menester recordar que hace unos tres años algunos asistieron estupefactos a la transformación del siempre destartalado, añejo y anticuado modelo de chiringuito de toda la vida por un rectángulo de ladrillo y cemento que, con los aseos incorporados, tenían y tienen toda la pinta de una caja de zapatos.

La ciencia demuestra que el ojo humano es capaz de acostumbrarse a casi todo y hacer que lo que era grotesco a la mirada, acabe por formar parte del paraíso ordinario del día a día. Quizás ha colaborado a ello la implantación de algún macetero que otro, de una sombrillita por aquí, de otra por allá. Un poco de eso ha acabado ocurriendo con las moles de La Malagueta y La Caleta, que, por más efecto disuasorio que se quiera, siguen creando una pantalla barrera que está fuera de toda discusión. O eso creo.

En aquellos días en los que criticar tal desconsideración con el respeto paisajístico del litoral de la capital era asumido como un ejercicio razonable y razonado no eran pocos los que se hicieron oír. Ante el esperpento reaccionó hasta el presidente del PP malagueño, Elías Bendodo, que si bien ahora asume con absoluta normalidad que se levante una torre de 135 metros en el dique de Levante, en aquel entonces decía que los nuevos negocios eran "chocantes". Especial valor tuvo la aportación valorativa del entonces concejal de Turismo, Damián Caneda, que ya mostraba sus maneras de díscolo y alma solitaria en el seno del equipo del alcalde, Francisco de la Torre. "Son demasiado anchos, altos y opacos". Estaba todo dicho.

Ahora se ve que algunos, en su afán por ser más papistas que el Papa y salir en defensa del siempre necesario sector de la hostelería y el turismo, son capaces de comulgar con ruedas de molino y ver transparencias donde solo hay pared. El efecto de la resaca de aquellas aguas embravecidas regresa al presente cuando se ponen sobre la mesa las estampas de algunos de esos chiringuitos ampliados en dirección al mar. Las fotografías recuerdan a la obra que cualquier vecino de a pie hace en su propia casa tratando de incorporar como superficie útil una terraza o un lavadero.

Un repaso por el litoral este de la capital da la posibilidad al peatón de observar cómo hay propietarios que han optado por un estilo rústico, convirtiendo en tarima la arena sobre la que antes se asentaban sus clientes y generando una pérgola de madera de dimensiones considerables. Otros han optado por, directamente, cubrir de cemento esa misma superficie de terraza. Y con ello han acabado por materializar a ras de playa el aprovechamiento que en su día les prohibió la Junta de Andalucía en la cubierta del restaurante.

La buena intención de los empresarios es de aplaudir. De un lado, con esta urbanización de lo natural evitan que los comensales puedan llenarse los mocasines de la arena polvorienta que se nos ha dado en esta ciudad. Y de otro, se garantizan el negocio incluso en los peores días de Levante. Cuando el viento sople con fuerza y la lluvia arrecie sobre sus espléndidos restaurantes siempre podrán echar el cierre a sus nuevas terrazas de quita y pon.

¿De quita y pon? Se ve que sí, que son de quita y pon, de manera que es presumible que dado que son desmontables, cada día, al bajar la persiana cuando caiga la noche, los mismos que instalaron tan significativa tarima de madera o de cemento, la recogerán con gusto hasta el día siguiente. Resulta grotesco que se justifique la autorización que ahora sí da la Junta en que se trata de instalaciones desmontables cuando no lo son.

La misma Delegación de Medio Ambiente que tres años atrás puso el grito en el cielo y forzó a minimizar el impacto previsto en la cubierta es la que ahora encuentra argumentos para permitir esa ampliación en toda regla. Todo sea por no molestar. Poco o nada tiene que ver permitir una superficie de 70 metros cuadrados para terraza al aire libre, que dar el visto bueno al aquilatamiento de ese espacio. El concepto agresivo de cuanto ahora se ve con buenos ojos ya sería desproporcionado en cualquier rincón del casco antiguo de la ciudad, donde proliferan como setas las mesas y sillas en las que sentar a tanto turista sediento, pero lo es aún más cuando toca de lleno la imagen del litoral de la ciudad.

Hago mías las palabras que en marzo de 2013, en este mismo espacio del periódico, escribió un maestro, Javier Gómez (ahora en otras lides profesionales): "Como una marca de preservativos patrocinando las procesiones del Viernes Santo, una gasolinera en calle Larios, un toldo de Coca-Cola en el pórtico de la Catedral o un escudo del Sevilla en el centro del césped de La Rosaleda. Hay sacrilegios imperdonables". En el caso de estos chiringuitos, lejos de redimirse del pecado original, recaen en la tentación.

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