Tocado y hundido en el Black Jack
Calle Larios por Pablo Bujalance
Pocas prácticas revelan la fragilidad humana con la contundencia de los juegos de azar l Un salón de tragaperras es lo más parecido a una obra de Beckett: personajes incompletos esperan pacientes a que nada ocurra l Nadie atraviesa su mejor momento cuando decide dar la razón a la máquina
PARA celebrar el Día sin Juegos de Azar me metí ayer en un salón de juego. O lo que es lo mismo, un bar con muchas máquinas tragaperras y varios carteles que expresaban la prohibición de la entrada a menores de edad. No se trataba, en absoluto, de un establecimiento distinguido, sino de un típico café español, sucio y de olor dudoso, con el suelo lleno de servilletas arrugadas y amontonadas junto a la barra como por acción del viento, ocupado por transeúntes solitarios casi en su totalidad, varones en su gran mayoría, entrados en años, con pantalones arrugados y rebecas finas mal fijadas en sus cuellos, alguna mujer recuerdo, también sola, sentada en su taburete, leía algún folleto publicitario, levantaba la mirada a veces, interrogaba, o quería hacerlo, seguramente era más joven de lo que aparentaba. Mediodía. Pedí un café. Me arrepentí en cuanto me lo sirvieron en la barra, manchada de tabaco: más me hubiese valido solicitar algo embotellado. Así el vaso con cuidado de no derramar una gota (por mí, que no quedara), ocupé la única mesa libre de las cinco y me dispuse a mirar. Sonaba un hilillo musical de radiofórmula sofocado por el sonido de las tragaperras. Hasta las chicas de las fotos que adornaban las paredes fumaban, y no con la placidez de quien prefiere saborear el tiempo. Sin embargo nadie parecía esperar nada, ni pasar el rato hasta que llegara el momento en que cambiar de postura o salir del salón. Estaban allí, eso era todo. Conté diez tragaperras. Un tipo que estaba en la barra, ataviado con una gorra de pintor y un bigote piloso que le hacía parecer portugués, se aproximó a uno de aquellos enormes cacharros luminosos, deslizó una moneda por la rendija, pensé entonces en ciertos símiles eróticos, accionó una palanca, bailaron los números, nada, otra moneda, de nuevo la palanca, más bailes y luces, nada. Regresó al whisky que había abandonado. Otros, por el contrario, llevaban las bebidas en una mano mientras jugaban con la otra, o empleaban su máquina como mueble-bar. Entre la música y el jaleo de las tragaperras apenas pude enterarme de la conversación, en la mesa de al lado dos jubilados discutían sobre fútbol, pensé que habían venido cada uno por su cuenta y tal vez fue así, todo el mundo parece discutir sobre fútbol últimamente. Otro tipo con pinta de profesor venido a menos iba descargando sus monedas en otro artefacto, muy despacio, parecía que se lo pensaba entre derrota y derrota, o no, sólo quería perder tiempo, prolongar aquella partida, hacerlo debía significar para él retrasar el encuentro posterior con algo desagradable. Lo siento. Nadie parecía estar allí en su mejor momento. Las miradas furtivas que alguno me dirigió revelaban cierto miedo. Me acordé de Final de partida, de Samuel Beckett: seres incompletos e inmóviles se dedican a hacer nada, a esperar nada. Una moneda, nada. Otra moneda, nada. Cualquier ejercicio correspondiente a una humanidad reconocible habría resultado ridículo allí dentro.
Comenzaba a notar el humo del tabaco impregnado en mi ropa como algas cuando otros dos tipos entraron al bar. No tenían pinta de venir de trabajar, pero sí rasgos orientales. Hablaban entre ellos un idioma ininteligible. Uno de ellos pidió al único camarero, el mismo que me sirvió aquel brebaje oscuro, dos cervezas en voz muy baja. De pronto empezaron a reír y se dirigieron a una de las tragaperras. Una moneda, nada. Pero a la siguiente estallaron las sirenas, la máquina comenzó a dar tumbos como un ser vivo, rompieron más colores y empezaron a salir monedas, muchas. Los agraciados rieron más fuerte. Pidieron al camarero una bolsa de plástico y metieron allí el botín. El resto se mantuvo en sus puestos como si no hubiera ocurrido nada. Y así fue: otra moneda, nada. Comprendí que el ser humano es una criatura demasiado frágil. Y necesita protección.
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