El alimento de los dioses

En algunos rincones todavía huele a pan metido en el horno, como un milagro por el que cierta Málaga se resiste a caer en el olvido l En este avituallamiento cotidiano y en la liturgia de su adquisición residen los mejores momentos de cada día l Sobrevivir aquí bien vale un buen mollete

Una panadería en Málaga, un reencuentro con la raíz, con la tierra, con el origen. Y una oportunidad a la esperanza.
Una panadería en Málaga, un reencuentro con la raíz, con la tierra, con el origen. Y una oportunidad a la esperanza.

14 de enero 2011 - 01:00

ENCUENTRO en la Plaza de la Constitución la nueva panadería que ha abierto La Canasta, con sus mesitas para el café y su ambigú, y no puedo dejar de acercarme por si el olor que sale del horno me contamina y me hace así un poco más feliz. En los muestrarios hay panes redondos y barras, de sésamo y de soja, negros y con cereales, bollos menudos y molletes tiernos. He vivido la mayor parte de mi vida frente a La Canasta de la Avenida de la Aurora, así que sé de lo que me hablo. Es una maravilla entrar en estos templos y dejarse inundar por los aromas, prometedores de texturas para las manos y sabores para la boca. Ahora frecuento la del Camino de Colmenar, pero también me gusta mucho el local abierto recientemente junto a El Corte Inglés, al lado de los Guerrilleros, junto a una frutería también nueva que termina de conformar un rincón ávidamente neoyorquino. Y luego están las panaderías de toda la vida, las que siguen en pie de guerra, las que garantizan el avituallamiento diario a los vecinos, las que hacen más barrio que los programas municipales. El Romero, en Cristo de la Epidemia, es un local emblemático por el buen trato y la variedad y calidad de sus productos. El Colmenero de Alhaurín, al lado del mercado de Atarazanas (han abierto recientemente otra sede por la calle La Bolsa, donde también se puede tomar café), es igualmente muy recomendable. Lo asombroso, de cualquier forma, es pasar junto a uno de estos comercios y sentir cómo, de la napia a la sesera, el efluvio hace su trabajo de conquista. Se da entonces un efecto digno de la magdalena de Proust, un regreso proverbial a ciertas zonas de la infancia que sin estos estímulos pasan inevitablemente dormidas, soslayadas. Y semejante poderío no significa cualquier cosa, ni es gratuito: en una ciudad como Málaga, empeñada en fulminar sus más características señas de identidad y en la que todo contribuyente mayor de treinta años ha visto inevitablemente aniquilados (o lo que es peor, pervertidos) los paisajes de su niñez, estos momentos en los que los sentidos se reconcilian al fin con la emoción sirven para recordar por qué sigue uno viviendo aquí. La sencilla liturgia de ir a comprar el pan cada mañana, de aprovechar las hornadas, de apretar la bolsa en busca de un calor para los dedos, constituye uno de los mejores momentos del día para quienes, escépticos, ya esperamos poco de otras glorias prometidas. Y en estos tiempos en que se ataca al pan por todos los flancos, se le tacha de enemigo para la salud y hasta se reclama su obligatoria distribución en dosis mínimas, en plan economato, para luchar contra la obesidad, el soberbio momento en que se riega el mollete con aceite de oliva representa la razón de la supervivencia. No sé ustedes, pero el aquí firmante jamás recomendaría un restaurante, por muchas estrellas Michelin que le cuelguen encima, si el pan servido en la mesa no es bueno.

El pan es materia antropológica, urbana, civilizadora. Hasta Cristo, que no era precisamente un místico por más que los esenios le tiraran los tejos, lo consagró como la mayor bendición que Dios puede brindar a sus hijos. Y entre los artistas y poetas abundan quienes han cantando y celebrado sus excelencias. Mi favorito es el portugués Eugenio de Andrade: "En el sur la tierra huele a vino blanco / a pan en la mesa". Uno de mis pasatiempos predilectos es probar el pan en cada sitio al que viajo: adoro ciertos ejemplares ácimos turcos, el gulash servido en el interior de un pan redondo que se come en Praga, el festín dionisíaco de las patisseries tradicionales en el sur de Francia. Pero sitúo en el mismo nivel el pan cateto con sabor a leña (mejor migado en una sopa perota), las tortas de pellizco almerienses y el mollete de Antequera, verdadero agente patrimonial de la ciudad. Nada hay más antiguo y más actual que el pan. Y si en Málaga huele a su entraña, alguna esperanza queda.

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