De los amores que matan
calle larios
l¿Qué hacemos cuando todo eso que se esconde bajo el abuso, el menosprecio, el 'bullying' y la vulneración de derechos adopta el candor más inocente y se empeña en parecer cariño?

Llego a un bar con intención de tomarme un café. Es domingo por la tarde y hace buen tiempo, así que me siento en la terraza. Empiezo a divagar en mis más remotas musarañas después de haber pedido mi mitad y un suso y se acercan dos señoras de edad avanzada, aunque seguramente tienen menos años de los que aparentan. Una de ellas trae un carrito de bebé. Se abre hueco con determinación y autoridad entre las mesas, empujando con tal de que el personal se dé por aludido, sin pedir paso ni permiso ni agradecer el gesto de quienes mueven sus sillas para facilitarle el tránsito, hasta que al final se sienta con su compañera en la mesa que quedaba libre justo al ladito de la mía. El bebé tiene menos de un año. Es una niña. Y la mujer que ha venido empujando el carrito es su abuela. Las dos señoras, vestidas a lo casual como para ir al Mercadona y con zapatillas domésticas, empiezan a liarse un cigarrillo (cada una el suyo, claro) mientras ordenan la comanda. La niña empieza a reclamar la atención de su abuela: quiere dejar claro que no está a gusto allí. La mujer, que ha establecido ya una charla con su confidente sobre una tercera, quien a su vez no parece despertar las simpatías de ninguna de las dos, responde a los llantitos con una notable exhalación de humo sobre la pequeña. Hasta entonces había mantenido el pitillo mirando para el otro lado, pero ahora, menos de un minuto después, la dirección del humo ya no parece importarle tanto. La bebé eleva el llanto y, sin soltar el pitillo, su abuela empieza a buscarle las cosquillas con un sonajero sin moverla del sitio: "¡Ay, mi gorda! ¡Pero mírala, qué gorda está! ¡Y qué tonta! ¿Por qué lloras, gorda? ¡Ay, qué tonta te parió tu madre!". Extraigo entonces mi libreta de mi bolso y empiezo a anotar sin demasiado pudor lo que la mujer va diciendo a su nieta. "¡Pero si es que eres muy bruta! ¿Por qué no te duermes? ¡Con lo chica que eres y lo bruta que eres también! Mi mula... Mi mulilla chica... La mulilla de su abuela..." Conviene subrayar que la abuela va diciéndole estas cosas con la baba caída, haciéndole arrorrós y carantoñas con el sonajero mientras sostiene el cigarrillo con la otra mano. En un momento dado, la niña responde, claro, de la única manera posible: con convulsiones. No hay ningún problema, al parecer es natural. La bebé empieza a incorporarse y a dejarse caer sobre el carrito con fuerza mientras llora. La señora responde con una nueva descarga de humo sobre la niña, que ya no presta atención al sonajero y que no sabe cómo hacerle entender a la abuela que prefiere estar en otra parte. Y la mujer sigue: "¡Ya está la bestia! ¡Pero vaya si eres bestia! ¡Anda, gorda, no te des tan fuerte que te vas a hacer daño! Pareces un animal de bestia que eres. ¡Ay, la niña de su abuela!" Cuando una camarera trae los cafés, tiene un gesto cariñoso con la niña al que ésta responde con más convulsiones. "¡Mírala! ¡Si parece un mono de feria! ¡Ay, mi monilla, mi mula, que te voy a comer!", celebra la abuela dando palmas. Comprendo entonces que he tenido bastante y guardo la libreta. La abuela apura el pitillo y casi al segundo empieza a liar otro. Su vecina, experta, la imita con esmerado oficio.
Recuerdo entonces una de mis citas favoritas de Lou Reed: "Hay malas madres que os dirán que la vida es una mierda. Pero nadie que haya tenido un corazón se arrepentiría ni lo rompería". Las abuelas tienen mejor prensa, pero también parece haber alguna por ahí que se las trae. Pienso en la imagen que aquella niña empezará a construir de sí misma en menos que canta un gallo, pasado mañana, cuando seguramente aquella mujer que la pasea ni siquiera se haya dado cuenta. Y entonces reparo en un lastre afectivo que las luchas sociales por la igualdad no han logrado paliar aún: demasiada gente considera que el parentesco, la familiaridad, la amistad, el matrimonio y otros vínculos son excusas suficientes para dirigirse al otro sin respeto. El razonamiento es el siguiente: ya que te quiero tanto, puedo llamarte mula, gorda, bestia y mono de feria, y tú te aguantas. Es un privilegio que tengo, porque no tengo intención de hacerte daño, aunque te lo haga y aunque tampoco tenga la intención de evitártelo. Es decir: se puede querer mucho sin saber querer. Y si no se sabe querer, los efectos pueden ser devastadores. Esto va muy en serio. Alguien tendría que hacer un cálculo de la cantidad de vidas que esta costumbre se ha llevado por delante. Lo de alabar al otro y hacerle sentir bien sigue costando caro. Así nos va.
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