Un campero con Faye Dunaway

El pasado miércoles el país sólo hablaba de la huelga general, pero a un servidor le dolió más la muerte de Arthur Penn l En Los Paninis de la calle Victoria puede venerarse a la protagonista de 'Bonnie & Clyde' como a una Virgen l Sin cierta forma de hacer y ver cine, la vida sería menos vida

Faye Dunaway en 'Bonnie & Clyde': no es la vecina de al lado.
Faye Dunaway en 'Bonnie & Clyde': no es la vecina de al lado.

01 de octubre 2010 - 01:00

EL pasado martes murió Arthur Penn aunque el mundo no lo supo hasta el miércoles, mientras España jugaba al órdago con la huelga general. El obituario, sin embargo, me dolió mucho más. Penn es uno de los motivos por los que uno habría querido haber nacido al menos veinte años antes: así podría haber visto La jauría humana, Pequeño gran hombre, El zurdo, El milagro de Ana Sullivan, Bonnie & Clyde y La noche se mueve en pantalla grande, como correspondía. En una ciudad como Málaga, en la que salvo algunos ciclos universitarios resulta imposible ver cine clásico en una sala, quienes hemos sido infectados por semejante veneno y no hemos cumplido cierta edad sólo hemos podido encontrar consuelo en el formato doméstico, así que durante mi adolescencia consumí todos estos títulos, una y mil veces, grabados de la televisión en cintas de VHS que llegué a rayar de tanto uso. Siempre me gustó Penn, su mirada, su estilo, la manera en que le bastaban cuatro o cinco planos para presentar a un personaje. Aprendí a amar a Gene Hackman con La noche se mueve antes que con French Connection, y creo que nadie ha bordado una manera tan íntima de llevar el registro épico al cine como lo hizo Penn en Pequeño gran hombre. La violencia de La jauría humana es tan extraña como distinta a la de cualquier otra película, y seguramente no se ha rodado una muerte tan hermosa y desoladora como la que cierra Bonnie & Clyde. Recuerdo una entrevista de los 90, década en la que sólo realizó un par de telefilmes, en la que el director aseguraba que se mostraba incapaz de rodar una película y que se sentía ajeno por completo a una industria que no entendía, que dedicaba todos sus esfuerzos a satisfacer al público adolescente, el único al parecer interesado en ir al cine. Recuerdo aquellas frases con amargura, y de alguna forma sonaron entonces campanas de difuntos en mi conciencia: el cine, o al menos el que yo había idolatrado en aquellas sesiones caseras de madrugada que comenzaban cuando (al fin) mis padres, mucho menos apasionados que yo, accedían a acostarse, había terminado definitivamente y quedaba en manos de los arqueólogos. Sólo Clint Eastwood me ha llevado desde entonces a algunos territorios parecidos, pero aquella manera de contar quedaría relegada a la Historia, como la de los juglares.

En parte, el cine, o a este cine al que me refiero, ha seguido un devenir similar al del cristianismo, o si se quiere, igualmente, a cierto modo de comprender el cristianismo. Ambos perviven únicamente en la melancolía de quienes profesan su fe y lo echan de menos en la vida pública, en las conversaciones de barra de bar, en los panegíricos y las cartelerías. Pero en la ciudad quedan discretos rincones, a modo de capillas, en las que uno puede alimentar el espíritu casi como en la clandestinidad. Mi favorito, en el sentido cinematográfico, es la hamburguesería Los Paninis, en la calle Victoria (cercana, además, a la capilla que hace esquina en la calle Agua, ante cuya imagen se santiguan los transeúntes más insospechados), una de las más antiguas en su género en Málaga y considerada unánimemente, por derecho propio, como inventora del campero. Como me pilla de camino a casa acostumbro a comprar aquí mis viandas cuando me apetece una cena abundante y rápida, aunque tampoco se desayuna mal. La oferta es amplia, los productos sabrosos y el trato muy amable. Con su clientela habitual, sus bufandas del Málaga y sus económicos menús diarios para el almuerzo el ambiente es como de centro vecinal, pero perfectamente podría haber servido de escenario para Taxi driver (si en un sitio malagueño alguien puede intentar vender un azulejo del cuarto de baño de Errol Flynn, es aquí), y su luminoso se parece a algunos que un servidor ha podido ver cerca del Hotel Chelsea. La cuestión es que junto a la entrada hay un cuadro con una foto de Faye Dunaway en Bonnie & Clyde, con su melena rubia, su boina inclinada y su bella mirada de mantis religiosa. Depende de en qué manos, uno estaría dispuesto a morir acribillado a balazos. Cada vez que entro a Los Paninis me quedo mirando el retrato y recuerdo las muchas veces que vi la película (la mejor de Warren Beatty, en mi modesta opinión) en el salón de mi adolescencia, memorizando cada plano, rendido en aquel viaje hacia una libertad imposible, como una locura frenética que terminaría en un nido de leopardos. Siempre pequé de excesiva prudencia, pero se hacía difícil no querer subir en aquel mismo coche y asaltar los mismos bancos, aunque uno fuese consciente del final. Cada vez que entro a Los Paninis, entonces, me reconcilio con aquel ingenuo. Sin este cine, la vida sería menos vida.

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