Chefchaouen, la santa y enigmática ciudad

A las puertas de la localidad, las montañas imponen su presencia

Juan López Cohard: “Si algún día me pierdo, que me busquen en Sicilia”

Manantial de Ras el-Maa.
Manantial de Ras el-Maa. / M. H.

Comencemos diciendo que el nombre de Chefchaouen es la forma de denominar a Chaouen en idioma bereber, ya que deriva de “Shuf Chaouen”, que significa "Mira los cuernos", en referencia a los dos picos montañosos (Tisouka y Megou) que dominan el paisaje de la ciudad. A las puertas de Chefchaouen, las montañas imponen su presencia. El Rif no es un decorado: es una identidad. Sus laderas abruptas, cubiertas de encinas, cedros y pinares, se abren paso entre barrancos donde brotan manantiales puros. De entre todos, Ras el-Ma es el más célebre: un chorro cristalino que nace de la roca y desciende hacia la ciudad, dando vida a lavaderos, huertos y antiguas norias que todavía recuerdan otros tiempos. Más arriba, los senderos que se internan en el Parque Nacional de Talassemtane conducen al viajero a grutas húmedas, cascadas ocultas y valles estrechos donde se mezclan el silencio y la leyenda. Los habitantes más antiguos hablan de cuevas sin fondo, de pasos secretos usados por pastores y de espíritus que vigilan los barrancos; historias que se narran al caer la tarde, cuando la luz azulada de la medina se confunde con el crepúsculo.

La orografía de Chaouen se convirtió en mi pasión ˗me dijo Lucio que continuó ensimismado en su relato˗ y en la de Miguelín, mi compañero y amigo inseparable. No vimos agujero en las rocas que no exploráramos, si bien, cuando comprobábamos que su profundidad era de un tamaño importante aguantábamos nuestra curiosidad y echábamos marcha atrás. Esto lo tuvimos siempre presente, por precaución y por miedo, sobre todo desde que conocimos la leyenda protagonizada por el morabito Ahmed Omar, famoso seguidor del también morabito santo Mulay Alí Ben Rachid, fundador de la ciudad. Para tu conocimiento, te diré -me puso al corriente Lucio, como era su costumbre-, que el morabito es un ermitaño musulmán (un santón o erudito religioso) que vive retirado en una ermita o tumba donde suelen ser enterrados. El caso es que nuestra prevención con las cuevas de los montes de Chaouen procede de una leyenda que se cuenta del morabito Ahmed Omar. Según parece, un buen día se corrió la voz en el pueblo de que había Un cierto día corrió la noticia de que un vecino del pueblo, Asharaf, había desaparecido. Según algunos, había sido visto por los alrededores de una inmensa y enigmática cueva del monte Megou. Se organizaron patrullas de búsqueda, pero resultaron infructuosas todas las pesquisas. Estando el grupo de vecinos que había salido en su busca cambiando impresiones junto al nacimiento del Ras al-Maa, acertó a pasar por allí el morabito Ahmed. Iba absorto en sus pensamientos. Uno de los rastreadores le interrumpió sus meditaciones para contarle lo sucedido y pedirle consejo de lo que deberían hacer. El morabito, enterado de que el desaparecido había estado por la citada cueva, un tanto pensativo, pero con absoluta seguridad, le contestó: Es inútil que le sigáis buscando. Nunca podréis llegar hasta él. Sin embargo, si continuáis esperando aquí, junto al manantial, él vendrá a vosotros.

No entendieron qué había querido decir, pero siguieron sus instrucciones de no moverse de los alrededores del manantial. Pasado un tiempo, cuál no fue la sorpresa de todos, cuando se apercibieron de que fueron apareciendo sus restos entre las rocas donde manaba el agua. La gruta del monte Megou había engullido al curioso Asharaf y lo había vomitado por el Ras al-Maa. Se sabe que esta gruta se adentra cientos de metros roca adentro y lleva hasta una gran corriente de agua que sale a la superficie por el manantial que surte de agua a la capital rifeña.

Chefchaouen, en definitiva, es un refugio azul entre montañas, un lugar donde confluyen historia, leyendas, memoria andalusí y vida cotidiana. Una ciudad que seduce no sólo por su belleza, sino por su ritmo pausado, por la armonía entre naturaleza y arquitectura, por la huella de quienes la habitaron y la defendieron, y por ese azul interminable que envuelve cada calle, cada puerta y cada respiración. Un azul que no es sólo color, sino identidad. Una identidad que, como las montañas que la rodean, permanece firme, antigua y luminosa.

Cuando yo llegué a Chaouen -continuó Lucio- supe que mi padre era el maestro de la escuela árabe principal. Estaba en mitad de la Medina, dando frente a la gran plaza donde se ponía el zoco (en realidad es zoco todos los alrededores de la plaza central Uta el-Hammam) y donde estaba la Gran Mezquita de minarete octogonal. Los niños españoles teníamos nuestras propias escuelas y maestros, los mismos que nos preparaban, en mi caso, de primero de bachillerato.

Vivíamos, por entonces, en la que hoy se llama Av. Moulay Alí Ibn Rachid, una cuesta que separaba la muralla de la Medina del Cementerio musulmán. He de decir que Chaouen tenía también un cementerio cristiano que estaba en las afueras. En la cuesta, de no larga dimensión, había tan sólo un edificio que tenía tres casas adosadas, propiedad de un marroquí pudiente. La casa central, de grandes dimensiones, era la suya y, en la de la derecha, bastante modesta, era donde yo vivía con mis padres. La fachada de atrás del edificio daba al Cementerio, por lo que mi habitación gozaba siempre de la paz de sus tumbas. Y he de advertir, para quién no lo sepa, que los pueblos musulmanes acostumbran a enterrar a sus cadáveres sin féretros, directamente en la tierra, señalando la tumba con piedras blancas. Al menos así lo recuerdo yo. Nuestro vecino rico, Mohammad, era un hombre bonachón, simpático y muy religioso. De conversación agradable y amena. Hablaba perfectamente el español y creo que también hablaba francés. Era un hombre muy atento, especialmente con los niños, por lo que llegué a tener cierta confianza con él.

Teníamos clases durante toda la mañana, pero las tardes las teníamos libres para estudiar (teóricamente). Miguelín, que me llevaba unos dos años, y yo las dedicábamos a hacer exploraciones salvajes. Descubrimos que, en las afueras del pueblo, a orillas del río nacido en los manantiales de Ras al-Maa, había una especie de fábrica o talleres donde se curtía cuero y nos enteramos que llevándoles serpientes muertas sin dañarle la piel del cuerpo, lo que requería cazarlas o matarlas por la cabeza, nos daban unas monedas en función de la longitud del ofidio. Ni que decir tiene que Miguelín, que era una especie de Indiana Jones, y yo, nos agenciamos unos machetes, que llevábamos siempre al cinto, y nos lanzamos, no sin excesiva fortuna, a la caza de serpientes, a cual más grande. No nos dio el negocio para alcanzar una fortuna, porque difícilmente llegábamos a alcanzar a alguna serpiente, la mayoría porque se escabullían rápidamente a sus madrigueras y algunas porque se cabreaban y se ponían de pie alcanzando una altura superior a la nuestra. Pero alguna cayó y aprendí que, abriéndoles la boca, cortando los dos tendones de cada lado de la lengua y tirando de ella, salía integro el cuerpo quedando la piel limpia. Algunos de nuestros profesores solían forrar los punteros de señalar con preciosas pieles. También aprendí a matar culebras, entre un metro o metro y medio, cogiéndolas por la cola y haciéndolas restallar como a un látigo. El procedimiento posterior era el mismo para dejar útil la piel. La riqueza de la fauna chauní era asombrosa. Se hablaba incluso que, en las cimas de los montes Tisouka y Megou habitaban unos monos que solían apedrear a quienes se atrevían a internarse en su territorio, pero eso yo no llegué nunca a comprobarlo.

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