Una ciudad de perros
Las mascotas domésticas, si es que logran salir vivas, también permiten radiografiar el espectro malagueño a pie de calle l Lo que callan el pudor y la vergüenza a menudo lo pregonan los canes l Lo público también cobra un sentido singular en torno a los animales: su dependencia es diagnóstico
SI el dicho popular afirma aquello de "dime con quién andas y te diré quién eres", el primer pronombre resulta significativamente revelador cuando se refiere a una mascota. En esto de salir a hacer las necesidades a la vía pública mandan los perros, pero también hay excepciones: una vez vi a una joven que paseaba a un precioso gato de angora, con su correa correspondiente, y cuando le pregunté a la dueña el nombre del felino ella me respondió con un pronunciado acento argentino: "Rafael". Buen nombre para un gato, repliqué. Y ella precisó: "Llamo a mis gatos con nombres de familiares y amigos ya fallecidos. Es una manera de que sigan conmigo". En el caso de los gatos tiene sentido: los antiguos egipcios recurrían a prácticas semejantes para sentirse menos solos. La cuestión es que Rafael era cariñoso y juguetón, se dejaba manosear a gusto y hasta ronroneaba en cualquier pantorrilla que se prestara a sus carantoñas. Y con semejante acreditación, resultaba sencillo hacerse una idea de la cualidad humana de su propietaria. Pero Málaga, insisto, es más de perros, al menos de puertas afuera, donde las consideraciones en torno a lo público derivan a menudo en escrúpulos y actitudes celosamente vigilantes. La cuestión es: ¿puede accederse a la generalidad a partir de la muestra y plantear una definición de Málaga a través de sus perros? Vaya por delante que soy parte interesada, y que las reacciones de algunos peatones cuando paseo con mi Sócrates me llenan de estupor. Un ejemplo: Sócrates es un shar-pei de cuatro años color chocolate. Eso significa que tiene la lengua azul y que babea constantemente por complicaciones inherentes a su delicado sistema respiratorio. Pero Sócrates es, además, un cabezota de tomo y lomo, que sale cada mañana a la calle con ganas de comérsela entera, así que a menudo se empeña en tirar de mí como un reno a un trineo. La cuestión es que la unión de todos estos factores lleva a más de uno a pensar que soy yo quien tira de él y que además lo llevo al borde de colapso. "No lo arrastres así, que se va a ahogar", me dijo una vez una señora. Yo puntualicé como pude, es él el que quiere acabar conmigo. Las babas abundantes son además interpretadas como un rasgo de ferocidad: "¿Este perro no debería llevar un bozal?", me preguntó en esta ocasión un señor mientras Sócrates meneaba el rabo en cálida demostración de servidumbre. Esta vez la puntualización me salió algo más cara: tal vez; le ocurre igual que a muchas personas.
En las calles de Málaga se ven todo tipo de perros en todo tipo de condiciones. Hay, entre muchos otros, caniches irritantes que ahora en otoño salen abrigados con horribles chalecos a cuadros, chihuahuas temblorosos y propensos a la diarrea, enormes bulldogs que arrastran su tonelaje con simpático equilibro en la calle Alcazabilla, huskies siberianos que las pasan canutas en verano por más que sus dueños digan lo contrario, pastores alemanes de porte noble y perros salchicha de inevitables y cómicas resonancias británicas. Pero, curiosamente, entre sus responsables las variables son muchas menos. Básicamente se dividen en dos: quienes pasean a sus mascotas bien amarradas y recogen sus deposiciones y quienes, todavía a estas alturas, hacen exactamente lo contrario. Y a éstos me los encuentro todos los días, en los parques, en las aceras, en el centro y en los barrios. Considerar que lo público no va con uno es la manera más corta de decir que uno gusta de hacer con lo de todos lo que le da la gana. Y así acaban otros asumiendo los legítimos reproches que sólo merecen unos cuantos. Un perro es una responsabilidad no sólo en cuanto al animal, también en cuanto a la ciudad: la medida en que se asuma revelará la calidad del amo.
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