La coartada del jardín
Levantado en una antigua finca que antaño acogió una leprosería, este barrio es un ejemplo modélico de la arquitectura urbanística que prendió a finales de los 70, con la altura como argumento
Es un mediodía, casi una tarde, de claroscuros tras unas jornadas especialmente lluviosas. Llamo a un taxi y antes de que el conductor me pregunte el destino se lo dejo claro: a Santa Paula. Pero el hombre de bigote incendiario y gafas gruesas no se queda conforme: "¿A la marisquería?" En pocos barrios de Málaga se da una identificación tan portentosa entre un restaurante y su entorno. Por ejemplo, respondo. No es mal punto de partida. Por cuestiones de latitud, a saber qué meridiano atraviesa la avenida de los Guindos, la luz parece aquí más pronunciada. Sorprenden, nada más bajar del coche, las basuras acumuladas en la acera. El viento juega en contra. Algunos alumnos del Instituto Emilio Prados rondan la zona ajardinada del centro, fuman, llevan carpetas plastificadas (qué poco hemos cambiado, en el fondo) bajo el brazo y parecen nerviosos, seguramente los prolegómenos de un examen, o las sensaciones a su término, voraces. Se cruza un hombre mayor con una camisa de mangas demasiado cortas agarrado del brazo de una anciana. Ambos caminan con todo el tiempo del mundo a cada paso. Parecen perdidos, pero cualquiera que los vea sabe que no lo están. Enfilan la calle Luis Barahona de Soto y se disponen a subir el puente del Parque del Oeste. El sólo hecho de contemplarlos daría para varias horas, para varias páginas. En los aparcamientos donde semanalmente se instala el mercadillo hay abundancia de gatos: se lamen en los capós de los automóviles mal aparcados, se enfrascan en riñas interminables, languidecen y pasan hambre, cierran los ojos y aprovechan el poco sol que les va a caer hoy encima. Parece un milagro que con tanto tráfico no mueran aplastados. Una señora que arrastra un carrito se acerca al quiosco de prensa y anuncia a quien atiende en su interior la existencia de una nueva asociación creada en el barrio para la atención de sus enfermos, "podemos acompañar en sus casas a quien lo necesite, siempre que lo que requiera sean cuidados básicos", le entrega un pequeño pasquín con toda la información. Hay muchos más coches aparcados, muchos otros en movimiento, otros muchos en perpetuo atasco, muchos pisos en una escalada sin barreras, pero el elemento humano es discreto, disperso, mínimo, apenas perceptible. Otro cliente que compra el periódico, un caballero de gabardina inglesa y modales sacados de otro tiempo, se explica: "Por la noche esto se anima. Los fines de semana, más de la cuenta. Hay demasiados bares. Pero durante el día sólo se quedan los pocos que tienen tiendas por el barrio. El resto se va al centro, o a donde sea". En otro instituto de educación señero en la capital malagueña, el Litoral, ya en la Avenida de los Guindos, otros estudiantes merodean, como esperando algo malo, en parejas o en grupos. Hablan en voz baja, no sonríen. Otro hombre mayor, de calva brillante y escasos dientes supervivientes en la catástrofe de su dentadura, les pregunta dónde está la Diputación. Uno de ellos, un muchacho que viste un gorro de lana sobre una cabellera morena alisada a conciencia, se limita a señalar, simplemente, con su largo dedo índice. El hombre, atento, asiente. Muchas gracias.
Estrictamente, el popular barrio de Santa Paula ocupa la extensión de los altos edificios que se abren a espaldas de la marisquería, hasta el Parque del Oeste y La Paz. La mayoría de estos mamotretos de nueve plantas, aunque en apariencia mucho más altos, fueron construidos entre finales de los 70 y comienzos de los 80 para un segmento de población esencialmente obrero. Estos bloques constituyen, si se quiere, uno de los últimos episodios del desarrollismo urbano que siguió a la masiva llegada de trabajadores que llegó a la capital, procedentes de diversas provincias andaluzas, a mediados del pasado siglo. Algunos de los ejemplos menos felices de esta tendencia se encuentran en barrios cercanos como La Luz, San Andrés y La Paz. En Santa Paula hay una diferencia fundamental: las zonas ajardinadas, con sus bancos, sus columpios, sus instrumentos gimnásticos para mayor uso de la tercera edad, sus palmeras y sus habituales, amos que pasean a sus perros, ancianos que toman el sol junto a los gatos, niños que juegan con privilegiada disposición al espacio vital. La limpieza deja también aquí bastante que desear en algunos tramos, pero, por lo general, el mantenimiento de la flora urbana es satisfactorio. Estas áreas de esparcimiento funcionan en realidad como una extensión natural del Parque del Oeste, verdadero pulmón para el barrio, que en sus lindes se hace uno con La Paz y el Parque Mediterráneo. Pero, en realidad, este trayecto remite a sus mismos orígenes: la antigua Finca Santa Paula, sobre la que se levantó el enclave, acogió una leprosería al cuidado de religiosos desde tiempos inmemoriales (posiblemente ligados a la Reconquista, y tal vez con la intención de mantener a los leprosos a las afueras de la ciudad) hasta el siglo XIX. El jardín, entonces sinónimo de salud e higiene, era el marco idóneo para alivio de los enfermos. Hoy, entre las alturas y los coches amontonados, jubilados leen el periódico mientras algunos adolescentes juegan a escenificar sus primeros escarceos amorosos, con desigual fortuna.
En Santa Paula, cierto, la marisquería que hace honor al nombre del barrio sirve manjares dignos de cardenales. Pero la oferta gastronómica va aquí mucho más allá, especialmente los fines de semana en los que, efectivamente, matrimonios con hijos, jóvenes de contado poder adquisitivo y otras representaciones sociales deciden darle un capricho al paladar. Los amantes de la comida italiana tienen aquí una cita obligada: los cocineros de la pizzería L'Albero, en la Avenida de los Guindos, presumen de su condición de campeones del mundo, aunque en Barahona de Soto La Piccolina presenta variedades muy apetecibles a buen precio (la tarta de plátano, en la carta de postres, es altamente recomendable) y con mejor ambiente. Hay taperías, freidurías, hamburgueserías y cafeterías donde por 2,30 euros se desayuna muy bien. Y hoteles cercanos como el flamante Vincci han favorecido la aparición de nuevos restaurantes. Que en la Arcadia, oigan, también se come.
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