El crucifijo y el papel higiénico

Parece que la decisión de poner y quitar en las escuelas corresponde a todo el mundo menos a los usuarios l La definición del espacio público es una consecuencia de la democracia, y no al revés l Lo que un elemento signifique, ya sea en un aula o en la calle, depende de pactos, no de imposiciones

Hasta las goteras que aparecen con la lluvia en aulas prefabricadas tienen significados pactados; imaginen los crucifijos.
Hasta las goteras que aparecen con la lluvia en aulas prefabricadas tienen significados pactados; imaginen los crucifijos.

28 de noviembre 2008 - 01:00

HACE unos días me encontré en una biblioteca con uno de mis viejos maestros. Estudié con él el último ciclo de la EGB en el colegio público Virgen del Rocío, en Carranque, y, la verdad, no conservo un recuerdo muy grato de sus clases, pero al verlo tan mayor y sofocado por los años la piedad que tanto detestaba Nietzsche me asaltó sin remedio. Era, en mis tiempos, un tipo curioso. En uno de aquellos cursos llegó a impartir en mi grupo lecciones de Religión Católica; creía a pies juntillas las teorías de J. J. Benítez, así que, con su pequeña Biblia en la mano, nos soltaba sin pudor que Jesucristo era un extraterrestre y que el carro de fuego que se llevó (abdujo) a Elías era un ovni. Aquellas revelaciones inspiraban en nosotros, los mequetrefes, pensamientos febriles y pecaminosos e, inevitablemente, mirábamos de manera distinta al crucifijo que por supuesto presidía el aula junto a la foto enmarcada del Rey. En pleno apogeo de la serie V, aquella figura crucificada se nos antojaba lagarto camuflado bajo pieles humanas sintéticas, sospechoso de liderar una invasión. En la biblioteca, comprobé que mi maestro devolvía después de su lectura un copioso volumen de tema esotérico, dedicado a los templarios, así que, de alguna manera, me alegré de que la jubilación no hubiera hecho mella en sus propósitos.

El reencuentro con mi instructor y el recuerdo de aquel pequeño crucifijo de madera, fijado a la pared blanca mediante una alcayata que amenazaba con ceder en cualquier momento, vino a coincidir con la nueva remesa de debates sobre la conveniencia de retirar los símbolos religiosos en los colegios públicos. Y lo que me parece más significativo es que las voces que menos se han escuchado son las de la propia comunidad educativa, las de maestros, padres y alumnos. Un docente se limitaba a afirmar, llevado por la sabiduría de la experiencia, que ojalá los problemas más graves de las escuelas se redujeran a quitar o poner un crucifijo. Y es este quitar y poner lo que me llama la atención: parece que se espera que de un momento a otro caiga la normativa correspondiente que decidirá si los cristos y vírgenes que todavía quedan (a menudo como titulares de los centros, véase el mío propio) siguen o se van. Como si la comunidad educativa que precisamente estos días está eligiendo la constitución de sus consejos escolares no tuviera capacidad suficiente para decidirlo por sí misma. Si la escuela es un espacio público, lo deseable sería que sus propios usuarios, todos, acordaran lo que se hace no sólo con los crucifijos y reyes, sino con todo lo relativo al mismo espacio. Cuando se reforma un colegio, ¿quién decide de qué color se pintan las paredes? ¿Es que los alumnos no tendrían nada que decir? Muchos maestros, la mayoría, se han enfrentado a la penosa situación que provoca la falta de papel higiénico en los servicios de los niños, algo que ocurre con sorprendente frecuencia. Resultaría absurdo que se impusiera por ley el suministro de los rollos correspondientes, algo en lo que toda la comunidad educativa, por sentido común, estará de acuerdo. Lo deseable, en democracia, sería esperar el mismo sentido común y el mismo acuerdo en el asunto de los crucifijos, aunque hubiera que esperar un poco más y dar a los pactos el tiempo necesario.

La escuela es una fábrica de significados. En el colegio Virgen del Rocío, hace muchos años, un crucifijo significó algo radicalmente distinto a lo habitual. Deberían ser los constructores de esos significados quienes acordaran qué hacer con los cristos. Pero la autonomía que predijo Kant es cara como el trigo.

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