Estampas de Lucio

Mientras se izaba la bandera de España, “Cara al sol con la camisa nueva,” cantábamos con la de Falange, y “Por Dios, por la patria y el rey…”

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Desjarretazo.
Desjarretazo. / Gustavo Doré

Tal como Lucio me había dicho, los recuerdos de su niñez en el barrio de Haza de Cuevas, eran estampas añejas que le venían a la mente de forma tumultuosa, sin estructura alguna y, por descontado, sin orden cronológico. La mayoría de ellas creo que eran de la década de los 50. Siempre recordaré mi llegada al colegio José Luis de Arrese −me contó un día Lucio−. Nada más llegar al colegio nos hacían forman militarmente frente a tres altos mástiles donde se izaban tres banderas. La rojigualda de España en el centro, la de Falange a un lado y otra blanca con un aspa roja (que resultó ser, según supe después, la cruz de Borgoña) que era la bandera de los carlistas o requetés. Cantábamos el “¡Triunfa España, los yunques y las ruedas cantan al compás…!”, mientras se izaba la bandera de España, “Cara al sol con la camisa nueva,” cantábamos con la de Falange, y “Por Dios, por la patria y el rey…” con la tradicionalista, que era el himno de los carlistas llamado el Oriamendi. A mí, con mis seis o siete añitos, me sonaban a chino los tres cantos. No entendía eso de los yunques y las ruedas cantando, ni aquello de la camisa nueva, cuando lo normal era volver del revés el cuello a las viejas para heredarlas de tu padre o el hermano mayor, y menos aún entendía eso de morir por un rey que ni existía. Las únicas fotos que veíamos, colgadas en las paredes, eran la del “Caudillo”, que debía ser muy friolero porque siempre llevaba una capa con cuello de piel, y la de José Antonio Primo de Rivera, que unos años después supe que fue el fundador de Falange Española.

Un año, en el colegio, dando a la avenida principal del barrio y cerrado con cristales, expusieron durante una temporada, unas marionetas autómatas. Flipé con ellas viendo sus movimientos, y de ahí nació mi afición, que me ha durado toda la vida, a los juguetes autómatas movidos mecánicamente por un muelle o eléctricamente.

Es curioso que, ya de mayor, he escuchado muchos reproches, quizá con razón, al régimen franquista por utilizar la enseñanza para inculcarles a los niños sus ideales políticos. En parte me hace gracia, porque la pura realidad es que ni yo, ni ninguno de mis amiguitos y compañeros del colegio, entendíamos un pimiento del régimen, de la Falange y ni te digo del Oriamendi. La verdad es que yo, de lo que me hacían cantar de niño, incluido el “Montañas nevadas”, entendía lo mismo que lo que le entendía a los Beatles siendo ya un joven adulto, e influyó en mi forma de pensar, lo mismo que influyó el “aserege” siendo ya carroza.

En mi casa, donde según pude deducir, escuchando de pasada algunas conversaciones de mis padres y abuelos −continuó diciéndome Lucio−, hubo caídos a un lado y al otro de la trinchera. Aquí tengo que hacer un recuerdo de mi querido maestro Manuel Alcántara: Me contaba que él tenía dos tíos, y de uno decían que era el bueno porque cayó en el bando de los llamados “nacionales”, y el otro era el malo porque le tocó estar con los “rojos”, cuando, en realidad −decía− los dos eran buenísimos.

Lo que tengo seguro es que en casa no se hablaba de la guerra, ni de buenos, ni de malos, tanto fue así que, siendo falangistas mi padre y mi tío (mi tío no tenía hijos y se volcó en mi como si lo fuese), jamás me hablaron de política, ni intentaron inculcarme ideología alguna. Me formé ideológicamente (tanto en política como religiosamente) de forma autodidacta, y las influencias que tuve me fueron forjando a lo largo del tiempo en función de los personajes que fui conociendo y tratando, algunos de los cuales fueron grandes pensadores.

Frente a mi bloque se extendía el barrio de chabolas que se había formado ocupando ambas orillas del Arroyo del Cuarto. Arroyo por el que solo corría agua cuando llovía. Y, cuando llovía torrencialmente, solían inundarse las casitas autoconstruidas y se provocaban daños considerables. Continuó Lucio abriendo su álbum de estampas y me contó que le dejaron impactado dos sucesos meteorológicos excepcionales. Uno fue casi insólito en Málaga. Fue en febrero de 1954. Málaga se despertó blanca, cubierta de nieve. Tanto nevó que el peso hizo que se partiesen ramas de gran tamaño de los árboles de la Alameda. Al salir a mi balcón contemplé la estampa más bella que jamás había tenido del Arroyo del Cuarto. Era como un Belén. Las chabolas habían desaparecido bajo el manto blanco de la nieve para dejar a la vista tan solo sus siluetas y algunas chimeneas humeantes. Ese día fuimos felices los niños de las “vivis”. Amontonábamos nieve para darle forma de muñecos. Alguien trajo unas zanahorias para dotarlos de nariz. Otros nos dedicábamos a lanzarnos pelotas de nieve. Y, en fin, todos disfrutamos de un fenómeno que, según decían los mayores, no se había producido en Málaga desde el año 1884.

La otra estampa −en palabras de Lucio, horriblemente dolorosa−, fue cuando el Arroyo acumuló tanta agua con la lluvia caída, que arrastró chabolas, enseres, colchones y todo cuanto poseían sus habitantes. Todo acabó en el mar. Creo que el Arroyo del Cuarto se dirigía hacia su desembocadura atravesando los callejones de La Pellejera y por la Estación se dirigía al Bulto desembocando en sus playas. Te cuento esto de memoria, pero mis imágenes pueden ser totalmente erróneas, así que te recomiendo, si quieres tener una idea exacta de su recorrido, que lo mires en un mapa antiguo o consultes en Google.

Aquella tragedia colectiva fue terrible para todo el barrio. Esa desgracia determinó que las autoridades pusieran remedio, haciendo una barriada de viviendas sociales para aquellas desgraciadas familia que se habían quedado sin hogar, si es que se le podía llamar así a aquellas chabolas, y limpiaron el Arroyo que, posteriormente, fue soterrado y hoy es la Avenida Ingeniero de la Torre Acosta.

Antes de desaparecer el Arroyo del Cuarto, recuerdo muchas estampas que se grabaron en mi mente. La mayor parte de sus habitantes eran gitanos y mantenían vivas sus costumbres. Entre ellas una que deslumbraba por su espectacularidad, con cantes, música en vivo y bailes. Era una especie de zambra que se hacía generalmente por la noche alrededor de una hoguera, una celebración muy especial que mostraban la unión y la convivencia entre los miembros de la comunidad gitana. Con ellas, se festejaban los momentos importantes de la vida, como bodas, bautizos, comuniones o la llegada de nuevos miembros a la comunidad. Esta celebración es un momento de alegría y de dejar a un lado las preocupaciones del día a día. La música y el baile son fundamentales en las zambras. Los músicos tocan la guitarra, el cajón, el violín y el laúd mientras que los bailaores y bailaoras mueven sus pies al compás de la música.

La estampa era preciosa y los payos vecinos nos acercábamos a contemplarlas. Pero un día, que no olvidaré jamás, la alegría se transformó en drama. También era común entre los gitanos las escenas violentas, ya derivadas de los celos, la venganza o el honor. Aquella noche se montó una pelea entre dos mozos jóvenes. Uno me llamó la atención porque llevaba un chaleco negro, una faja roja y sus patillas eran tan largas que le cerraban en la barbilla. En un momento de la pelea, el de la faja sacó una enorme navaja que blandió amenazando al otro que, ni corto ni perezoso, se hizo con otra faca, de una considerable dimensión, que le había proporcionado alguien del corro que se había formado en torno a los navajeros. Años después recordaría esta escena leyendo el arte de la esgrima de navajas relatado por el Barón de Davillier en su libro “Viaje por España”. La fiesta acabó en tragedia. El de las pobladas patillas le asestó una puñalada en el pecho al otro. Quedó tumbado en el suelo sangrando mientras dos mujeres, una de ellas muy joven, lloraban a gritos sobre él. El agresor huyó y desapareció. Los espectadores ajenos al desenlace desaparecimos por motivos obvios: la Guardia Civil aparecería de un momento a otro y nadie, ni sabía, ni quería saber nada de aquel asunto.

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