La frontera del mundo
Aislado y tenebroso, este barrio levantado en los terrenos de la Térmica, fuera de las áreas vitales de la ciudad, responde como pocos a las ambiciones frustradas de una Málaga que se creyó paradisiaca
Los primeros pobladores del mundo creían que más allá de donde alcanzaba su vista habitaban los monstruos. Tuvieron que transcurrir siglos para que la especie humana comprendiera que esos demonios poblaban el espíritu, no el territorio; pero, mientras tanto, los mitos sobre gigantes y sirenas ponían a prueba a los valientes que decidían embarcarse para abrir nuevos caminos. Hasta que la condición esférica fue plenamente aceptada, al mundo se le supuso siempre un fin: aquellos monstruos anidaban en un límite inevitable, el punto en el que el planeta llegaba a su término y se abría un abismo cósmico desde el que no existía regreso posible. Málaga tiene su particular fin del mundo, la frontera en la que terminan todas las cosas: un barrio llamado Sacaba. Aplicar el término barrio a esta zona alzada en el extremo sur del distrito Carretera de Cádiz puede resultar pretencioso, pero así aparece contemplado en la distribución del término municipal. Levantado en los terrenos de la antigua Térmica, donde aún yacen restos maltratados de su actividad industrial, y posado en la mismísima playa de la Misericordia, el enclave representa como pocos la utopía frustrada de una Málaga que se creyó paraíso con demasiada antelación, que vendió la calidad de vida a precio de saldo y que todavía recoge los cadáveres que quedaron de aquella impostura, de aquella pretendida proyección que nunca fue. Sacaba es, ciertamente, un barrio litoral. Tanto, que su nombre completo (ridículo, cretino, correspondiente al desarrollismo que aspiró a conformar un templo para el turismo residencial y no hizo más que condenar a no pocos vecinos al ostracismo) es Sacaba Beach. Lo que se construyó, allá por los 60, como un presunto rincón para el lujo estival al servicio de la clase trabajadora apenas es hoy un reducto de unos cuantos bloques de viviendas entre los que las infraestructuras y equipamientos se cuentan por su escasez. El más alto de estos edificios, cuya arquitectura imita a las de los grandes establecimientos hoteleros que en la misma época comenzaron a brotar en Torremolinos, parece hoy un dios herido en la orilla del mar, un castillo de naipes que espera la brisa definitiva. En su fachada se adivinan los signos que piden a gritos una reforma urgente. El resto de los inmuebles imitan el estilo de los antiguos barrios de pescadores, como Huelin y El Bulto. Hay algunos jardines, alféizares y rejas engalanadas, puertas adornadas con macetas, pasillos amables como la Senda de la Victoria, pero extrañamente vacíos, dañados por el óxido. Hay un parque infantil con columpios, en su mayoría desvencijados por actividades nocturnas, y un bar que, curiosamente, no tiene vistas al mar. Sacaba es un barrio despoblado en gran parte: no pocos vecinos se han marchado en los últimos años, y muchos de los pisos son ocupados únicamente en verano (cuando la prolongación de los días y el sofoco hacen más apetecible la playa), sobre todo por vecinos que durante el resto del año viven en ciudades y pueblos del interior. La estampa general es, por tanto, de un abandono notable, de un capricho que de buenas a primeras ya no resulta tan atractivo. El verdadero drama de Sacaba es su aislamiento: desde el año 2004, la línea 16 de la EMT, que antaño llegaba hasta el barrio, tiene su última parada en la Misericordia, algunos kilómetros antes. Los vecinos se han manifestado en numerosas ocasiones para reclamar que el autobús recupere el que fue anteriormente su destino, porque desde que lo perdió muchos de ellos, especialmente los mayores, se han visto condenados a sufrir un exilio que en invierno se hace particularmente duro. El Ayuntamiento ha respondido siempre que prolongar el trayecto ese par de kilómetros no resulta rentable. Claro, los contribuyentes de Sacaba son pocos, pero resulta que aquí, aunque parezca mentira, vive gente. Gente que aguanta cada día los malos olores de la desembocadura del Guadalhorce, que no tiene al lado un supermercado ni una farmacia, gente que terminó aquí segura de que la ciudad no se olvidaría de ellos, convencida de que aquellas promesas del paraíso se cumplirían. Gente cuya necesaria movilidad no es rentable.
El día de nuestra visita es particularmente atípico en cuanto a lo climatológico. Hay una alternancia absurda de nubes y claros y de vez en cuando caen gotas de barro más que de lluvia. Resulta curioso el modo en que, a pesar de que el nuevo paseo marítimo de la calle Pacífico ha articulado toda esta extensión del litoral, Sacaba sigue estando lejos de cualquier parte: uno va en su coche y de repente la ciudad termina, pero allí se aparece, de pronto, el abrumador bloque de apartamentos, secundado por las otras pequeñas alturas. El claroscuro estimula ciertos efectos: uno recuerda algunas películas de vampiros o de ciencia-ficción (Tarkovski podría haber rodado aquí perfectamente su Stalker), y cuando aparca y echa a andar no sabe muy bien qué dirección tomar. Apenas algunos vecinos salen al encuentro: son más quienes vienen desde los Guindos y La Paz a hacer footing o a pasear a sus perros. Hay charcos que se confunden con algunos pequeños caudales que atraviesan la arena hasta la playa y demasiada suciedad. Una señora que se dispone a abrir el paraguas ofrece algunas pistas: "Sí, esto está muy solo casi todo el año, menos en verano, que viene más gente a la playa. Lo peor son las noches, hay mucha inseguridad. No es muy recomendable andar por aquí de noche, sobre todo en invierno". Un señor de guayabera y pantalón corto que se dispone a entrar en el bar ahonda en la cuestión: "Estamos aislados, el Ayuntamiento nos quitó el autobús y ahora, si quiero ir al centro, yo, que no conduzco, o me doy una buena caminata hasta la parada o me gasto un dineral en un taxi". Y apunta una circunstancia fundamental en cuanto al futuro: "Está claro que esto lo van a terminar tirando, más tarde o más temprano. ¿Cómo van a permitir que esto siga aquí, cuando la ley de costas dice claramente que hay que echarlo abajo? Pero a ver qué hacen con nosotros cuando nos tengamos que ir de aquí. Eso nos da más miedo". Hace viento y el mar ruge. No como lo haría un amigo.
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