La fundación del mundo

Calle Larios

Málaga es muchas cosas, pero también, y quizá sobre todo, es la mirada que otros depositaron en quienes hoy la habitan l Si la política es el gobierno de las ciudades, a menudo parece olvidarse que, antes que el cemento, la materia prima de éstas es la carne y el hueso l Y la memoria, si es que queda

Cada malagueño no contiene una sola historia, sino muchas, propias y ajenas, más o menos recordadas. Ésta podría ser una definición de 'civismo'.
Cada malagueño no contiene una sola historia, sino muchas, propias y ajenas, más o menos recordadas. Ésta podría ser una definición de 'civismo'.

22 de junio 2012 - 01:00

TENDRÁN que perdonarme que estos días ande un poco melancólico, no por el escudo vintage propuesto por el Málaga, ni por el regusto a vacaciones que cada año se sube de nuevo a la boca por estas fechas por más que el colegio haya quedado allá en el Pleistoceno (mi colegio no es ya ni siquiera un colegio). Ciertamente, el motivo de mi nostalgia (perdonen ahora semejante exposición sentimental) se debe a que el pasado miércoles se cumplieron diez años de la muerte de mi padre. Uno tiende a no echar cuenta de estas efemérides gratuitas, pero a la vez no puede evitar el recuerdo de ciertas cosas, por más que en el fondo sospeche que lo que se recuerda no coincide plenamente con la realidad (así de mala madre es la memoria). Pienso, claro, en lo mucho que ha cambiado Málaga en estos diez años. A mi padre no le gustaría un pelo ver que la taberna La Raya ya no está en la Avenida de la Rosaleda, ni que la calle en la que nació ya no existe, ni que ni uno solo de los cines a los que me acompañó en mi infancia sigue en pie, ni que las playas siguen igual de sucias. Imagino que, por el contrario, disfrutaría viendo llegar el AVE a Málaga, él, que fue ferroviario en su juventud; y visitaría con frecuencia el Palmeral de las Sorpresas y el Muelle Uno, ya que a veces me llevaba de paseo a la Farola cuando no había aún nada que ver por ahí; y creo que se asomaría al Museo Picasso, sí, pero sólo por fuera, ya que el pintor le causaba una indignación (igual el término más apropiado es indigestión) molesta (al de Revello de Toro se abonaría, en cambio, como cliente fijo). Sea como sea, ya ven, esta puñetera nostalgia me invita a pintar a mi padre casi en cualquier lugar por el que paso y a aventurar lo que haría por ahí, suelto. Al mismo tiempo, caigo en la cuenta de que mi imagen de Málaga (la misma que despliego en cada artículo, la que me induce a echar de menos cosas que otros no echan de menos y a celebrar y aplaudir novedades que a otros no les provoca más que indiferencia) es, exactamente, la que mi padre inculcó en mí. Y no porque tuviera una determinada intención al respecto (nunca fue un hombre demasiado comprometido): bastaba con que me llevara a unas determinadas tiendas y no a otras, a unos bares en lugar de otros, a caminar por una acera en lugar de la de enfrente, para que esa Málaga, la de sus directrices, prendiera en mí. Y ahí sigue, entiendo, por más que ahora yo viva al otro lado del río, más cerca del centro, y haya conocido por mi cuenta barrios y esquinas de cuya existencia no supe hasta que me desprendí de su mano. Pero ¿acaso no es siempre así? ¿No es la imagen que cada uno tiene de Málaga la que otros han depositado en él o en ella? ¿Y no es así desde que a los fenicios les dio por perder aquí el mechero? Por eso me interesa tanto la imagen de Málaga de quienes no nacieron aquí, seguramente más libre, menos intervenida, pero a menudo deudora, también, de otros ojos. Y es que cada cual celebra su propia fundación del mundo como quiere, o como puede, pero siempre a partir de lo que otros antes vieron, imaginaron o soñaron.

En correspondencia, tampoco puedo dejar de pensar que la imagen que mi hija Irene está desarrollando de Málaga a sus 4 años es la que yo estoy afianzando en ella. Uno sueña con no inmiscuirse demasiado, pero es inevitable. Por más que nacionalistas, patriotas, fundamentalistas del más distinto pelaje y otros ejemplares poco recomendables pretendan lo contrario, los miembros de la especie humana siguen teniendo la manía de buscar en el otro a sí mismos. En consecuencia, sería magnífico si al fin advirtiéramos que la política, en cuanto gobierno de las ciudades, no se hace con cemento ni planes estratégicos, sino con carne y hueso, y memoria, si es que queda alguna. Una ciudad no es otra cosa que quienes la habitan, y quienes en su día lo hicieron. Y que griten los especuladores, si quieren.

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