Málaga

Como galera en el océano

  • Desde la Virreina hasta las Pirámides, el autobús de la línea 15 de la EMT es una urbe masificada, lenta y babilónica, donde las convenciones se dejan a menudo de lado y donde la sorpresa es más que probable

Son las 10:15 en la Plaza Herbert von Karajan, en la Virreina. Es una mañana luminosa, prometedora del verano. Algunos vecinos pasean, van a hacer la compra, sacan a sus perros o leen el periódico sentados en un banco. El barrio respira una placidez serena en consonancia con las aceras limpias. Las jardineras despiden un fuerte a olor a abono. En la parada del 15 el sol calienta de manera implacable y la marquesina apenas logra proyectar un hilo de sombra, así que algunos usuarios que esperan el autobús han tomado posiciones bajo los árboles para evitar el sofoco. El vehículo sale a las 10:20 con nueve pasajeros a bordo, entre ellos una señora que mantiene una breve conversación con el chófer a cuenta de una parada del trayecto, una madre que sube con su bebé sentado en un cochecito y dos jóvenes amigos, chico y chica, que mantienen una conversación repleta de risas sobre una película que ambos vieron la noche anterior en televisión. En la primera parada del Camino de la Virreina no se incorporan pasajeros. Hay pintadas ofensivas en algunas fachadas, la iglesia de Pío X está cerrada a cal y canto y en el campo de fútbol alguien da patadas a un balón. En la segunda parada suben dos mujeres, una gitana oronda y muy morena que deja dos bolsas de plástico sobre un asiento antes de dejar las monedas en el mostrador y una africana también gruesa con el pelo recogido en trencitas que lleva a su pequeña en otro cochecito. En la siguiente parada, la primera de la Avenida de la Palmilla, frente a la comisaría, sube un matrimonio de ancianos. Él lleva una gorra azul de pintor. Y en la siguiente, cruzada ya la Avenida de Valle-Inclán, sube otro señor mayor que lleva también una gorra azul, idéntica, y que se tambalea un poco antes de sentarse. En esta sección de Huerta La Palma hay coches aparcados en las aceras amplias, convertidas en una suerte de parking tácito. Un tipo sin camiseta pasea a un rottweiler cojo y castigado.

En la tercera parada de la avenida, junto al estadio de la Rosaleda, suben tres muchachas que se sientan en la parte trasera del autobús. Las tres son morenas y bajitas, y su acento delata su origen latinoamericano. Un chico que va en silla de ruedas y otro que le acompaña en pie y que habla a través del teléfono móvil se quedan en la acera y solicitan al chófer que haga descender la rampa. La operación acapara la atención de todos los viajeros. El chico del móvil empuja la silla de ruedas y coloca a su ocupante sin demasiado cuidado en la zona habilitada a tal efecto. Después se separa, se sienta en la zona intermedia y sigue hablando en voz muy alta mientras pone los pies en el asiento contiguo. El joven de la silla de ruedas sonríe al niño pequeño que viaja en las rodillas de su madre, la que subió con el cochecito en la primera parada, y luce una dentadura a la que faltan no pocas piezas. Lleva en las manos guantes grises de ciclista que dejan los dedos sin cubrir y en el cuello un cordón dorado con una imagen religiosa. Su compañero, si es que puede considerarse tal, sigue hablando a través del móvil con los zapatos en otro asiento e inicia una discusión que empieza a hacerse violenta. El automóvil atraviesa la Avenida Luis Buñuel y llega a Doctor Marañón. En la primera parada sube otro señor mayor con el pelo cano y otra gorra azul. Ya van tres a bordo.

Martiricos ofrece un espectáculo de conquista, con más coches subidos a las aceras, vecinos apostados en todas las esquinas, clientes apurando el café en los bares y amas de casa detenidas en cualquier baldosa con la compra del día en las manos mientras intercambian privilegiada información doméstica. En la frutería de una esquina el encargado no da abasto con el peso. En la segunda parada de la avenida no se produce intercambio de pasajeros. Junto a la iglesia de Santo Tomás, el viejo molino de agua, asociado al Acueducto de San Telmo, manifiesta su acostumbrada ruina. En la primera parada del Arroyo de los Ángeles bajan tres pasajeros y suben doce, en su mayoría personas mayores, pero entre los que se cuentan también algunos jóvenes cuyos atuendos delatan su destino: la playa. En la segunda parada del Arroyo, frente al Hospital Materno Infantil, baja una persona y suben dos más una madre rezagada que lleva a una niña pequeña en brazos y que logra incorporarse de milagro después de una carrera que la ha dejado exhausta. Un jardinero poda la enredadera de una valla con una motosierra pequeña. Un grupo de sanitarios ataviados con sus batas blancas fuman sentados o de pie en torno a un banco. Una pareja que subió en la primera parada del Arroyo de los Ángeles encuentra dos asientos juntos en la zona intermedia. Él tiene unos cuarenta años y una melena discreta surcada de canas; viste una camiseta gris ajustada. Ella tiene la misma edad, es morena de piel, tiene el cabello rizado, una hermosa dentadura blanquísima y acento latinoamericano. Él la acaricia en la cara. Se besan. Ella pone la cabeza en su hombro y suspira.

En Blas de Lezo suben siete personas: un matrimonio mayor, un africano con camisa marrón y cuatro jovencitas con gorra y mochila que también parecen ir a la playa. En la primera parada de Eugenio Gross suben otras dos, una señora con un elegante pañuelo anudado al cuello y discretas gafas de sol y una muchacha que escucha música en un ipod. En la segunda parada de la misma vía baja un usuario y suben seis, entre ellos dos señoras mayores que también van a la playa con sus blusones y sus butacas plegables. Una de ellas saluda a otras mujeres que viajan sentadas juntas en la parte delantera con un "me alegro de veros" correcto y sincero. En la primera parada de Martínez Maldonado bajan dos pasajeros y sube uno. Las cuatro chicas que subieron en Blas de Lezo empiezan a probar tonos para sus móviles a un volumen considerable. En la siguiente, la de la Las Chapas, baja un viajero y suben dos, mientras que en la tercera parada de la calle bajan tres y suben cuatro. El cartel luminoso del autobús empieza a emitir información sobre el despliegue especial de la EMT para la Noche en Blanco. Dentro del autobús atestado empieza a hacer calor. En la primera parada de la Avenida de Carlos Haya baja un pasajero y sube otro, mientras que en la segunda, ya junto al hospital, sube una persona y bajan seis, entre ellas el chico de la silla de ruedas y el acompañante, que poco antes había apartado los pies del asiento para que lo ocupara una señora y que sigue hablando por el móvil. No obstante, una vez que la rampa termina de desplegarse, el chófer baja para echar una mano. En la primera parada de la avenida Santa Rosa de Lima, frente a la Ciudad Deportiva de Carranque, bajan cuatro usuarios y suben quince. Dos jóvenes ataviados precisamente con ropa deportiva se quedan de pie en la parte trasera. Los dos tienen poco más de veinte años. Uno de ellos mira a su alrededor y pregunta al otro: "¿Es que no hay clase hoy? ¿Qué hacen tantos chavalitos yendo a la playa?" Y su compañero responde: "Hoy hay huelga en algunos institutos, para protestar por los recortes". En la segunda parada de Santa Rosa de Lima bajan tres personas y suben dos. Las obras del metro originan un atasco proverbial a la altura de la calle Cómpeta, que sigue cortada. En la calle Virgen de la Cabeza sólo hay habilitado un carril, en el que el autobús permanecer un largo rato detenido. En la parada siguiente suben dos personas y baja uno de los señores tocados con gorra azul.

El autobús cruza entonces la Plaza Manuel Azaña, junto a la comisaría, y las obras del metro le obligan a desviar a Los Corazones. En la parada del Instituto Salvador Rueda bajan siete viajeros y suben cinco, mientras que en Ortega y Gasset, una vez dada la vuelta en dirección a Juan XXIII, bajan dos y suben trece. Ya en la avenida, junto al Polígono de San Rafael, suben cuatro pasajeros. El tráfico es aquí sorprendentemente fluido, aunque uno de los deportistas se queja de que el autobús va muy lento. En la Avenida Europa bajan quince personas, lo que permite ganar por fin un poco de amplitud, a pesar de que hay aún numerosos pasajeros agolpados junto al puesto del conductor. En la Avenida de la Paloma sube un hombre calvo con una mochila. En la primera parada de Sor Teresa Prat, dejada atrás Tabacalera con sus carteles de Art Natura, bajan cuatro viajeros. Justo antes del Parque del Oeste se apean otros ocho, y once más en Santa Paula. Quedamos a bordo doce personas. Más vecinos pasean aquí a sus perros, y algunas madres presumen de bebés en las aceras. El camino de la Térmica se recorre en un suspiro hasta las Pirámides. Son las 11:17. Fin del trayecto.

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