educación | funcionarios municipales para el mantenimiento y la vigilancia de los centros

Los guardianes del cole

  • Quedan pocos, pero aún hay conserjes que viven en casas construidas hace décadas dentro de los centros educativos Ventajas e inconvenientes de estar 24 horas al día en el lugar de trabajo

Enrique tiene que abrir la verja exterior del colegio Los Prados, luego la puerta del edificio principal, después la de la conserjería y tras ella la que da acceso a su domicilio. Vive las 24 horas en su centro de trabajo desde hace un año. La casa es grande, quizás demasiado para él solo, y le permite descansar, mirar internet o escuchar su música en la media hora del desayuno. Ahorra el tiempo de los desplazamientos, el dinero de la gasolina y, sobre todo, del alquiler. Pero también le supone no cambiar nunca de escenario, ni en festivos ni en vacaciones, tener una vivienda de prestado que no podrá conservar si lo cambian de puesto o se jubila y ser el guardián de la seguridad del centro en horario extralaboral, aunque no esté dentro de sus obligaciones.

Enrique es uno de los conserjes que aún quedan con vivienda en el propio recinto escolar. Son funcionarios municipales o personal del Ayuntamiento a cargo de las juntas de distrito. Lidian a diario con niños, profesores, padres y abuelos, abren y cierran las puertas, arreglan persianas, desatascan bajantes, reparan cerraduras, cambian bombillas. En definitiva, hacen un mantenimiento básico, "como en una casa", explica Enrique Rico, de 57 años. Cuando acaba su jornada, en torno a las 15:00, cuando el colegio se va quedando vacío, cuando todos se marchan, queda él como único habitante.

"Me he encontrado una casa muy cómoda, no me la esperaba, y me encanta despertarme y oír los pájaros", dice Enrique, que tan sólo con su presencia ya ha evitado algún intento de asalto al centro. "La gente sabe que vive alguien aquí y eso disuade a los que buscan hacer un acto vandálico", dice, aunque no hace mucho que le tiraron una piedra a la ventana de su cocina y rompieron el cristal. "Es mi casa y, con independencia del colegio, hay que velar para que no le pase nada", considera.

Las relaciones humanas son con lo que más disfruta. "Hay buen ambiente, me llevo bien con todo el mundo", asegura y dice que, si le dejan, estará allí hasta su jubilación. "Es un buen trabajo, a mÍ me gusta, me relaciono bien con los padres y con los alumnos", agrega.

Su compañero Lorenzo, que tiene actualmente una jubilación parcial, vivió 19 años en este colegio público de Los Prados. A la semana de residir en él se casó y su mujer y posteriormente sus dos hijos compartieron con él la vivienda. "Mis hijos estudiaron en este colegio y, a veces, les gustaba vivir aquí y otras no", relata Lorenzo. Él no veía muy bien que sus hijos invitasen a amigos a casa porque eso significaba tener el "privilegio" de jugar en los patios del centro y no le parecía adecuado. Hubo una época que no ganaban para sustos. Tiraban dentro del centro botellas con amoniaco y papel de aluminio que explotaban con un gran estruendo. Pero, a pesar de ello, asegura que para él fue una época positiva. "Pude ahorrar para comprarme una vivienda, así me propuse mi estancia aquí", dice este conserje de 64 años.

En un colegio muy diferente, el Centro Específico de Educación Especial Santa Rosa de Lima, vive Jorge Rico desde hace ocho años. Lleva casi 15 como empleado municipal, trabajó de conserje en el CEIP Arturo Reyes y permutó el puesto con el compañero de este centro porque aquí tenía domicilio. Pero no lo hizo porque a este funcionario de 49 años les gustara la idea de vivir en su lugar de trabajo, sino porque sus circunstancias personales le obligaron a ello. "Económicamente no me podía permitir un alquiler", comenta Jorge y asegura que lo único positivo que le encuentra es "la posibilidad de disponer de una vivienda". La lista de los aspectos negativos es más amplia. "La vivienda no es cómoda, tiene más de 40 años y las condiciones no son las que me gustaría, te sientes de prestado, he tenido que comprar muebles y he arreglado algunas cosas", indica Jorge.

Pero quizás lo que peor lleva es "el estar las 24 horas del día en tu puesto, en los días que no tienes que trabajar, en el verano, ves tu lugar de trabajo desde la ventana" y añade que por vivir en el centro "desde el punto de vista legal no hay más cargo pero desde el punto de vista fáctico sí". Porque, como señala, "si estás en tu casa y escuchas un movimiento fuera, te levantas y te ves en pijama hablando con la Policía porque ha recibido un aviso de que habían entrado en el colegio".

También en varias ocasiones ha tenido que llamar porque alguien había saltado la valla y en Feria, una tarde, se encontró a un hombre durmiendo la borrachera dentro del patio. Sin embargo, considera que el que una persona viva en el colegio repele muchos de actos vandálicos.

"Yo estoy para la apertura y cierre del centro y para el mantenimiento básico, este centro es muy peculiar, la gran mayoría de los niños viene en autobús, hay más flexibilidad de entrada y salida, vienen padres y monitores y el movimiento de puertas es muy superior a la de otros centros, es constante", comenta Jorge Rico. Pero cuando el viernes por la tarde desaparece el personal, siente que el espacio es demasiado grande y está demasiado solo. Por eso, querría marcharse en cuanto tuviera la oportunidad de hacerlo, que espera que sea mucho antes de la jubilación. "Yo creo que a pocos nos gusta vivir donde trabajamos, pero estamos aquí por las circunstancias", considera.

Sin embargo, Antonio Selva tiene una visión distinta. Su experiencia no puede ser más positiva. En la casita que está sobre el gimnasio del colegio Tartessos, en Carretera de Cádiz, con una terraza con vistas al patio y el alegre jaleo de los escolares a la hora del recreo de fondo, su mujer María cocina unas lentejas que huelen a gloria. Y su nieto, alumno del centro, se come el bocadillo acompañado de la abuela mientras ve los dibujos. Aunque siempre supieron que la casa no era de su propiedad, que tenían que estar dispuestos a tener las maletas en la puerta y a mudarse si lo cambiaban de destino, han hecho de esta vivienda su hogar durante más de 30 años. Sus hijos llegaron muy pequeños, con 2 y 3 años y allí crecieron, estudiaron y jugaron. Ahora, cuando restan unos meses para la jubilación, se acerca el final de la experiencia y van a echar de menos este domicilio.

"Me adapté muy bien a la casa, tiene tres dormitorios pequeñitos, pero cuenta con todo lo que un piso puede tener", dice Antonio. Los retratos que adornan las paredes, los objetos personales que pueblan los muebles del salón, no hablan de residencia de prestado, sino de espacio propio y familiar. "Me va a costar trabajo irme, la tranquilidad y la intimidad que tenemos aquí no la vamos a encontrar en ningún sitio", considera María, que también trabaja en el CEIP Tartessos. Ella es limpiadora y trabaja de 14:00 a 21:30. "No tengo ninguna queja, he vivido muy a gusto", reitera María, aunque también se acuerda de las tantas veces que su marido ha tenido que levantarse de la cama de madrugada para comprobar que todo esté en orden cuando salta la alarma, que ha tenido que trabajar en fin de semana o disuadir a los que han querido saltar la valla.

"Me he sentido parte de este colegio, he ido evolucionando con él, me he sentido apreciado por los equipos directivos, he colaborado para que el colegio mejores en la medida que me ha tocado", afirma este funcionario municipal desde 1979 y considera que tuvo "una gran suerte de entrar aquí". Antonio marcó una línea desde el principio, sabía que era un edificio público que pertenece al Ayuntamiento de Málaga, y nunca quiso abrir sus puertas a nadie sin vinculación familiar. "Siempre tuve claro que no era mi casa", agrega.

Sin pagar luz, agua o alquiler pudo ahorrar para hacerse una casa en su pueblo, Álora. Como contraprestación, "algunas noches en las que escuchas ruidos y encuentras a chavales jugando en el patio y los tienes que echar", comenta. También recuerda que una vez entraron en su casa a robar y se llevaron el equipo de música que guardó después de la actuación del colegio. Aún así, nunca han tenido grandes sobresaltos y se han habituado a vivir sin vecinos durante la noche y rodeados de niños por la mañana. "A veces cansa estar en el mismo sitio todo el año", matiza Antonio. Y su receta ante eso es "quitarse de en medio" al menos 15 días en verano. Cada vez que puede se va a pescar y allí, frente a la inmensidad del mar, recarga energías para seguir siendo el guardián de su colegio, el que todos los niños conocen y respetan, el que saluda a las familias por su nombre, el que hoy es ya "una institución", como dicen las maestras. Pero él, sobre todo, lo que siente es que ha sido y es una pieza más que ha hecho girar la rueda durante tres décadas.

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