Málaga

La leyenda del último aborigen

  • Sorpresa: Málaga ha sido 're-reconquistada' y expurgada hasta el punto de que no queda un solo malagueño en la ciudad l Hemos corrido la misma suerte que antaño correspondió a musulmanes y judíos l Los turistas se han hecho fuertes y han anunciado la creación de un centro de interpretación

HACE un par de días me disponía a llegar a la redacción después de haber visto las pocas procesiones que decidieron salir a pesar de la amenaza de lluvia, dándole vueltas en la cabeza a la crónica semanasantera que iba a escribir aquella misma noche al respecto, cuando me vi implicado en una experiencia sobrecogedora e inexplicable. Iba yo tan feliz tarareando The only living boy in New York de Paul Simon (lo que resultó, a la postre, terroríficamente premonitorio) cuando, al llegar a la Plaza Uncibay desde Tejón y Rodríguez, caí en la cuenta de algo que seguramente se había venido repitiendo desde el Domingo de Ramos y en lo que yo, inconsciente, no había reparado hasta entonces: ni uno solo de los individuos que atestaban el enclave en aquella tarde nublada era malagueño. Ni uno solo. Dirán que exagero, pero la obsesión creció a tal velocidad que me dediqué a comprobarlo caso por caso: bastaba examinar las sandalias rematadas con calcetines, las riñoneras, las pieles blanquísimas y las pupilas celestes, los chubasqueros combinados con bermudas, las cámaras fotográficas con sus trípodes y prestar oído a idiomas extranjeros y a la correctísima pronunciación castellana de participios y plurales para confirmar que allí, de Málaga, no había nadie. Ni un alma. Me froté los ojos, cierto, aquello no era ni el Lincoln Center ni el Taj Mahal, aquello era la Plaza Uncibay, pero allí todo el mundo era de Newcastle, de Innsbruck, de Verona, de México DF, de Zamora, de Asturias, de Sidi Bou Said, pero de Málaga, nadie. La impresión fue brutal. Corrí desesperado hasta San Agustín, Cister, Alcazabilla. Lo mismo. Todos los que se asomaban a la pirámide cristalina (a la que, por cierto, le va haciendo falta un pañito) habían nacido más allá de Villanueva de Algaidas. La confusión de lenguas se hizo insoportable, pero todos aquellos turistas sí parecían entenderse entre ellos. Sólo cabía una conclusión posible para aquel espanto: yo era el único malagueño superviviente en Málaga. Todos los que una vez fueron mis paisanos debían haber muerto o huido. Como antaño ocurriera con musulmanes y judíos: la malagueña era ahora una civilización exterminada, extirpada, relegada a los libros de Historia. Las hordas turistas habían decidido conquistar la ciudad de una vez para disponer de todo a sus anchas, sin intermediarios. Ahora se servirían el pescaíto a su gusto, harían todas las fotos que quisieran al Teatro Romano sin tener que aguantar la brasa de guías espontáneos, dictaminarían por su cuenta cuál es la mejor ensaladilla rusa del mercado e incluso esclavizarían a algunos quintacolumnistas secuestrados para disfrazarlos de cenacheros y obligarlos a pregonar los boquerones en la Plaza de la Marina. Que una estatua evocadora no es lo mismo, oiga.

Mientras la re-reconquista se orquestaba ante mis ojos todavía mantenía yo la esperanza de que en aquella nueva Babilonia se escuchara una voz amiga, aunque fuera una sola, alguien que dijera nove vieo o muerde er rollo, alguien que le echara a Sevilla las culpas de la lluvia que ha arruinado la Semana Santa, alguien que entrara a una cafetería y pidiera un sombra, alguien que vistiera una camiseta del Madrid y a la vez afirmara: "En verdad soy del Málaga". Pero no, todo estaba ya perdido. La Málaga que conocíamos ya no existe, es una quimera que poco a poco los residentes alemanes, italianos y franceses van minando, reduciéndola a escombros. El nuevo gobierno municipal instaurado por los turistas ha anunciado la creación de un centro de interpretación dedicado al malagueño, aquel indígena bonachón, ingenuo y susceptible que adoraba a Antonio Banderas, prefería las migas con huevos fritos y desconocía la utilidad de los carriles-bici. Quienes hemos burlado la expulsión sobrevivimos en refugios y rezamos a san Pablo Picasso. La clandestinidad nos ampara.

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