Cuando la aventura se esconde entre páginas: a la caza del libro de segunda mano en Málaga

Los anaqueles de las librerías de viejo reúnen infinidad de manuscritos de ocasión que esperan una nueva oportunidad de ser disfrutados

Málaga es nombre de biblioteca

Francisco Soler, dueño de Abadía, busca una petición de un cliente.
Francisco Soler, dueño de Abadía, busca una petición de un cliente. / L. V.

Cuenta Irene Vallejo en El Infinito en un junco que Alejandro Magno dormía con un ejemplar de la Ilíada y una daga debajo de la almohada. Tal vez pudiera pensarse que al pobre Alejandrito no le quedaba otra: en su juventud fue nada menos que alumno de Aristóteles, y cuando era heredero al trono de Macedonia no le faltarían voluntarios dispuestos a sacarle las tripas. No tema quien no recuerde lo que estudió en COU: murió a los 32 años por una recaída de malaria o, no se sabe con exactitud, envenenado. Unos primores aquellos griegos. Pero lo cierto es que el conquistador heleno profesaba una ferviente curiosidad por el saber que culminó, años más tarde, en la construcción de la biblioteca de Alejandría, la mayor fuente de conocimiento en tiempos pretéritos a internet. Aquello no tendría un camino de rosas, entre otras razones por las pirómanas técnicas militares de Julio César, que en su intento de chamuscar la flota enemiga amarrada a poca distancia no calculó que las llamas seguirían avanzando hasta consumir gran parte de la infraestructura y sus papiros. Cosas que le pasan a cualquiera.

Se viene a la cabeza todo esto, más concretamente la parte que inmiscuye a los libros, tras pasarse uno unas cuantas horas dejándose querer por las propuestas que hacen algunas librerías de viejo del Centro de Málaga, que al estilo del depósito egipcio resisten al fuego de las novedades editoriales. Con especial predilección por los ejemplares más tradicionales, aunque también trabajan los contemporáneos, sus anaqueles reúnen infinidad de manuscritos de ocasión que esperan pacientes una nueva oportunidad de ser disfrutados. Y es que en esos estantes en los que de cuando en cuando alguien se encarga de rebuscar descansan multitud de hallazgos.

Despuntan, claro, las novelas ramplonas, más que nada porque son la sustancia más abundante del planeta tras el agua, quedando relegados al tercer escalón del podio los pódcast. ¿Quién diablos no tiene uno a estas alturas? Pero circunscribiéndonos a los textos, que para eso hemos venido, cabe volver a recalcar que hay de todo: títulos para profesionales de oficios con gusto por las letras, para coleccionistas que no dejan escapar una edición rara, para bibliófilos que serían capaces de hincarle el diente al Ulises de Joyce en arameo (¡hay que tener ganas!), para caraduras que van allí a leer hasta que los larguen e incluso para esos que con su arte panderetero afirman ser abnegados lectores cuando los entrevista el CIS. Bueno, en realidad para esos no.

Libros apilados en forma de torre.
Libros apilados en forma de torre. / L. V.

A las espaldas de las calles más concurridas, en Tejón y Rodríguez, Abadía resiste al paso del tiempo con una nutrida colección de volúmenes, ahora a mitad de precio, que se desparraman por el local en baldas repletas que llegan al techo, dispuestos en hileras o en pequeñas torres que emergen del suelo facilitando así su captura. No por nada acabó el día este que les escribe llevándose a casa El nombre de la rosa por tres euritos más contento que unas pascuas. Porque al final el espíritu de estos lugares, pese a que la mayoría los frecuenta en búsqueda de algo concreto, es el descubrimiento. Predicaba con el ejemplo, casi con tintes eruditos, una pareja todavía lejos de los 30 que se dejaba impresionar con las existencias expuestas al público: él, con unos tomos de las guerras médicas y púnicas; y ella, al toparse con el mismo manual que usaba en la carrera, que ya es casualidad.

Igualmente conocedora de que en estos sitios lo políglota también se estila, una chica con el pelo afro acudía en busca de un diccionario de chino, por lo visto, para una amiga que se va de viaje. El problema, pese a que no es un artículo que se requiera mucho, encontraba solución en un santiamén tras consultar a los dueños, que al parecer disponían de varias ediciones “de buena calidad”. Aunque con ellos surgía otro inconveniente: eran demasiado grandes para llevarlos en una maleta, lo que complicaba extraordinariamente la misión. La probabilidad era reducida, pero mostrando una paradoja en su máxima crudeza, nada más salir esta clienta se aparecía un ciudadano asiático que, hablando un español macarrónico, se hacía fuerte frente a la balda destinada al orientalismo, con sus lentes casi opacas enfocando de forma obstinada los manuscritos, a los que no quitó ojo en ningún momento salvo para coger una escalera y seguir con la tarea practicando un poco de chi kung ilustrado en altura.

En Re-Read, la franquicia low cost con tienda en la calle Victoria, el ambiente lector en el momento de la visita orbita más bien alrededor de las finanzas, con el protagonismo de un joven, de barba tan frondosa que sólo le faltaba la chilaba, arrastrando un carro de la compra de color lila hasta el mostrador. Dos, cuatro, seis, ocho... Y así hasta un total de 40 ejemplares salían de su equipaje pasando a engrosar los fondos de la librería. "¿Las cartas negras de Hacienda? Uf, bueno", comentaba un hombre que sostenía una bolsa de Oxfam Intermón sin romper el hilo temático, mientras que otra joven, ajena a las notificaciones tributarias, preguntaba si tenían El código Da Vinci. Las conversaciones, en su obcecación por lo terrenal, seguían empeñadas en bascular sobre lo mismo que despachamos los medios, con el problema de la vivienda y los disparados precios de venta en el centro. Qué cosas, con lo fácil que se antoja hablar de cualquier asunto en estos sitios. Y todo discurría así hasta que, como diría Vargas Llosa, acabó por joderse el Perú.

Una joven examina un ejemplar en la librería Códice.
Una joven examina un ejemplar en la librería Códice. / L. V.

"Son muy educados", comentaba María Azuaga, copropietaria del negocio junto a su madre. Se refería a una pareja que, cargada con sus pertenencias, se detenía en la entrada, a unos palmos del monigote a tamaño escala que, vistiendo una chaqueta hecha de recortes de periódicos, da la bienvenida a los visitantes junto a un espejo, dos sillones y una bicicleta con pinta de no haberse movido nunca. "Deben ser alemanes, lo que se llevan siempre está en ese idioma. Antes venían de vez en cuando, cada tres semanas o así, y compraban un libro con lo que sacaban pidiendo; ahora se los damos. Lo que consigan por lo menos que se lo queden para lo que necesiten", comentaba antes de que hicieran por desaparecer de nuevo tras mostrarle de lejos el manuscrito elegido.

A vueltas con el callejero se llega a Códice, en la calle Casapalma, conocida en el mundillo por el valor que dan al ejemplar como obra literaria. Iluminada con un tugsteno amarillento que recuerda al México de las películas norteamericanas, los cazadores de historias tienden a tomárselo con calma, leyendo los lomos por encima de los plásticos que los protegen de los ácaros. Era el caso de un hombre de avanzada edad que enfundado en un guardapolvo azul marino se mantenía impasible revisando la sección de literatura española, sin llevarse nada. La nubecilla de Varon Dandy, en cambio, sí que se quedaba por la zona un rato más echando un vistazo.

Contrastaba este tradicional paisano con otro, este unos años menor, que parecía afanado en saquear aquello recopilando volúmenes en las manos como si se los fuesen a quitar, para después marcharse con unos cuantos billetes menos en la cartera, pero con la sensación de llevar la mochila repleta de pequeños tesoros. Aunque, qué duda cabe, también existe la posibilidad de acudir a estos locales y no encontrar lo que se busca. Forastera, de Diana Gabaldon, no figuraba en el almacén, por lo que la muchacha de ojos claros y bonitos que se había desplazado hasta allí tendría que dar media vuelta y buscarlo en un sitio distinto. Al tiempo que otros, ya con nuestro libro debajo del brazo, nos batíamos en retirada con la cacería hecha.

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