Rosa Sánchez, la médico que superó la leucemia y subió los puertos del Tour

Tras sufrir la enfermedad, también corrió un maratón, y ahora se considera una superviviente

Banús vive en el recuerdo de antiguos empleados que hicieron el puerto

En el puerto de montaña Aubisque, Pirineos Atlánticos
En el puerto de montaña Aubisque, Pirineos Atlánticos / M.H

Trabajo catorce horas al día para que no acabéis en la hostelería, que consiste en trabajar mientras los demás se divierten, repetía a sus hijos el padre que enlazaba la jornada de camarero en el hotel Don Pepe con otra media en el negocio familiar. Lo recuerda Rosa Sánchez Ramiro, entonces una estudiante de matrícula de honor en bachillerato que acabó licenciándose en Medicina.

Sus padres habían recalado en Marbella en 1967. Llegaron de un pueblo de Extremadura, al calor de las oportunidades de trabajo que les ofrecía el incipiente Turismo.

–Nací en un barrio obrero, la Divina Pastora. Mi madre tenía un puesto de carnicería en el mercado.

En los talonarios de factura de su madre, Rosa de pequeña ya ensayaba las primeras recetas médicas e informes.

–La Marbella de mi juventud era un pueblo de 70.000 habitantes, donde conocías al menos de vista a todas las personas de tu edad y tres años arriba o abajo. Podías hacer planes con quince minutos de antelación, llegabas a cualquier sitio. Con los cambios urbanísticos de los noventa, eso se perdió y condicionó para siempre la forma de vida en este lugar.

Rosa Sánchez Ramiro
Rosa Sánchez Ramiro / M.H

Incumplí los pronósticos de mi padre cuando me vi trabajando en Incosol (parte del complejo hostelero de Ignacio Coca junto con el hotel los Monteros y el campo de golf de Rio Real), aunque fuera como parte del equipo médico de la policlínica dirigida por el doctor Guijarro. Pese a la imagen frívola de millonarios en albornoz que iban a perder unos kilos en un hotel de lujo, en la unidad de obesidad de Incosol se hacía diagnóstico de riesgo cardiovascular asociado a la obesidad y de detección de resistencia a la insulina o de grasa visceral con equipos de última generación. Estos conceptos, que están ahora muy de moda, ya los estudiábamos a fondo hace veinte años. Allí, donde podías tratar a personas incluidas en el top ten de la lista Forbes, aprendí que la enfermedad nos iguala.

–Hace algún tiempo tuve la fortuna de caer gravemente enferma. El tesoro de conocimientos y experiencia vital que me han reportado esa vivencia que bien vale sus riesgo.

Soy una superviviente. Vivo la prórroga, dice Rosa totalmente recuperada de una leucemia que le diagnosticaron a los 28 años, cuando se encontraba trabajando tras acabar la carrera y preparando el MIR.

Fui al servicio de Urgencias del hospital Costa del Sol, con una sintomatología poco relevante pero con fiebre y un foco de infección. El diagnóstico fue leucemia promielocítica, que no es la más frecuente ni la más rara; tampoco la de mejor pronóstico ni del peor. Nunca había estado enferma, llevaba una vida sana. Y de repente todos los planes habían cambiado.

Me derivaron a la unidad de hematología del hospital regional Carlos Haya de Málaga, donde me sentí en buenas manos. Me explicaron que su protocolo de tratamiento para mi enfermedad era el mismo que el del más prestigioso hospital internacional. En un primer momento tuve la lógica curiosidad de revisar en el Farreras (una de las biblias de la medicina interna) el relato de mi enfermedad. Me pareció leer una sentencia. Cerré el libro y me encomendé a los profesionales que me atendían.

Me asignaron a mi médico hematólogo, el doctor Carlos Canal, quien me propuso participar de un proyecto hematológico que tenía su faceta fotográfica. La foto como arma terapéutica. El primer día que lo conocí, con una cámara al cuello, no encajaba nada con mi idea preconcebida de un tratamiento oncológico.

Carlos Canal, Rosa Sánchez Ramiro y Paco Salinas en la exposición  Fotoencuentros de 2004
Carlos Canal, Rosa Sánchez Ramiro y Paco Salinas en la exposición Fotoencuentros de 2004 / M.H

El médico retrataría el rostro de Rosa cada dos días, coincidiendo con la analítica para decidir el contenido de la transfusión. Y Rosa fotografiaría algún elemento cercano, según su sentir. A la foto –realizada con una cámara analógica y por lo tanto no era visible su resultado– la paciente tenía que darle un titulo, que en la práctica se convirtió en un texto mucho más largo.

El relato de cincuenta encuentros, durante los seis meses de quimioterapia intravenosa, fueron recogidos en un libro y una exposición fotográfica: Recuperar la luz.

Canal defiende los potenciales de creatividad y autoconocimiento del paciente a través de la fotografía. Ha sido el primer médico que utilizó la fototerapia en España en los años 1999-2000. Lo hizo en Málaga con una decena de pacientes. Este método ya lo habían puesto en práctica psiquiatras en los años setenta y la psicoterapeuta Judy Weiser en los ochenta

–Para convertir al paciente en artista de su propio proceso. Autoconciencia y proceso de creación. En esa época era un marciano, fue un proyecto de investigación de dos años financiado por el Fondo de Investigación en Salud.

La fotografía tiene dos momentos, uno de trance, de presencia total, cuando se toma, y otro de autoconciencia, cuando la ves. Lo presentamos en el Festival Fotoencuentros de Murcia, en León, Málaga y Algeciras, explica Canal.

Rosa no se preguntó por qué le tocó a ella.

–Me salté la pregunta, porque ya sabía que la enfermedad puede visitar a cualquiera. Eso me ahorró ciertas curvas del camino. Cuando te ves con un diagnóstico, en parte es un alivio porque sabes cómo se llama el dragón, pero también te ves con una especie de etiqueta o cartel con el nombre en grande de la enfermedad que tapa el tuyo, cuando eres la misma persona que el día antes de que te lo anunciaran.

La vida me ha deparado la vivencia de una enfermedad como la leucemia, que no sé si hubiera sido mejor o peor que si fuera otra, pero es la mía.

“No me inquieta demasiado que el destino sea incierto, porque puede más la curiosidad ante lo que voy a encontrar durante el camino”, escribió Rosa en las líneas que acompañó a su primera fotografía. La hizo al techo blanco de la habitación. Me recuerda a la sensación que tengo cuando comienzo a escribir en un papel en blanco, una especie de vértigo que hay que romper, dijo sobre la foto que tituló: Camino abierto a lo infinito.

“Cuando me miro en el espejo del baño, lo que miro son mis ojos, mi cara, como si no hubiera nada más que mereciese la atención. Hay un hecho que ayuda a reforzar este simbolismo: no tener pelo. A mí me parece fascinante poder verme el rostro tan limpio”, escribió entonces.

En Cauterets, Altos Pirineos, Francia
En Cauterets, Altos Pirineos, Francia / M.H

–Discrepo de enfocar la enfermedad del cáncer como una lucha, con la obligación de ser fuerte, guerrero. Es un mensaje inconveniente porque se carga la responsabilidad al enfermo. Detesto cuando leo o escucho que alguien “ha perdido la batalla contra el cáncer”, parece que fueras un perdedor, cuando lo único que has hecho es vivir la vida hasta tu propio final, que es único, y que a menudo tiene que ver con la enfermedad, sea la que sea. Y, aunque respeto cada parecer, cuando escucho lemas como “siempre fuerte”, no puedo evitar continuar la frase con un certero “y débil todas las veces que haga falta y sea necesario”.

La fotografía me ha ayudado como parte de ese tratamiento. Es un espejo mágico, donde hay carga, pesadumbre, pozo, noche y luz. La foto ha servido mucho a las palabras que ya escribía antes, una enriquece a las otras. Tiene un efecto multiplicador. A mi marido le sirvió también para mejorar su vida, y esto es muy meritorio siendo quien está de acompañante del enfermo. El destino le llevó a ejercer profesionalmente como fotógrafo durante diez años, así que él sigue teniéndonos a la fotografía y a mí como compañeras.

Mi marido y yo colaboramos varios años con la Fundación Josep Carrera para promover la donación de médula ósea. Paradójicamente, yo me había hecho donante en primero de medicina (1990), cuando ni siquiera el gran tenor había enfermado. Mientras estaba en tratamiento recibí una llamada del centro de hemoterapia del Hospital Civil, pensé que era por alguna de mis pruebas médicas. Para mi sorpresa y estupefacción, me contactaban como donante para un enfermo, a priori, compatible conmigo. Desconocían que en aquel momento yo estaba en un trance parecido. Una carambola que me parecía imposible.

El proceso de la enfermedad no difiere en gran medida de la vida que llevamos mientras estamos sanos, de la llamada lucha del día a día. Vamos afrontando momentos buenos y malos, superando estos últimos con mayor o menor ánimo, con mejor o peor resultado.

Esta manera de vivir la enfermedad me resultó muy valiosa durante la convalecencia me permitió vivirlo de una forma enriquecedora. Me ha aportado después una perspectiva de la vida que constituye una filosofía para afrontar todo lo que me pueda suceder ahora y en el futuro. Y esto, convencida de que me hizo mejor médico que antes.

Rosa en las costas de Marbella
Rosa en las costas de Marbella / M.H

También se parece mucho a la relación con el esfuerzo físico en el deporte. Llega una cuesta, sufres, después pasa y con el llano recuperas el aliento. Algo así son los ciclos de quimio.

Desde pequeña el deporte ha estado en mi vida. Iba a las clases de tenis; participé como jugadora y como entrenadora de escuelas municipales de voleibol en la adolescencia. Durante dieciséis años fui instructora en el centro deportivo del hotel El Fuerte, pero ha sido después de la enfermedad cuando la fortaleza mental me ha permitido completar, siempre como amateur, objetivos que antes no me hubiera planteado: correr algún maratón, subir en bicicleta los puertos míticos del Tour de Francia en Altos Pirineos. Y como equipo médico logístico, he acompañado al paratriatleta con amputación femoral Javier Mérida en logros como el cruce a nado del canal de la Mancha o el gélido canal de Beagle en la Patagonia. Son actos de superación, algo que valoro mucho más que la competitividad.

No me considero ejemplo para nadie, solo comparto un testimonio como alguien a quien le ayudó contarlo de esa forma, no sentirse obligada a curarse y a la vez concederse la posibilidad de que todo fuera saliendo bien.

- Hay un persistente malentendido con la donación de médula ósea. Cuando una persona hace una donación, muchos creen que te tocan la médula espinal, y no tiene nada que ver con esto. La médula ósea es el tuétano de los huesos, que es donde se producen las células madre de la sangre, y es lo que se dona en forma de extracción vía venosa o aféresis (lo más frecuente, parecido a una donación de sangre), o acaso por aspiración de un hueso grande como es el de la cadera. Creo que muchas más personas serían donantes si se aclarase este error de concepto.

Con su perro ‘Ciro’
Con su perro ‘Ciro’ / M.H

Una muestra de sangre comprobó que Rosa y su hermano Ángel comparten el código idéntico en sus células. Se realizó para el hipotético caso de que necesitase un trasplante de médula ósea, que hasta hoy no ha sido necesario al conseguirse la curación con el tratamiento.

–Sólo te puede donar quien tenga tu mismo “número de serie” en un largo código inmunitario que tienen las células. Esta coincidencia es más probable entre hermanos, pero cuando no ocurre, dependes del azar, de que alguien en el mundo tenga tu mismo código celular y que obviamente esté registrado como donante.

Ser médica es un privilegio. Mi profesión se ha enfocado en promover estilos de vida (nutrición, ejercicio y mentalidad) saludables.

¿Qué dónde termina el médico y comienza la persona? La primera impresión es que la bata, a modo de escudo, oculta a la persona, la cual queda escondida cuando el botón engarza con el ojal sellando así la armadura. Por fortuna hay personas que se entregan al ejercicio de la medicina teniendo muy presente esta importante dimensión: son los médicos de la vida de la bata desabrochada. Ojalá que su forma de entender la profesión y la vida se extienda, como epidemia incurable, por todo el mundo. Gracias, Carlos (Canal).

Mi sensación al abandonar el hospital y salir a la calle es la de una superviviente. Me invade la sensación de triunfo, aunque no un triunfo desbordante de alegría, sino más bien un suspiro de tranquilidad al hacerse patente que salgo de allí portando el tesoro de la vida y otro añadido, ser consciente de que puedo disfrutarla.

Fuera mascarilla para andar por el hospital, no más quimioterapia intravenosa (esos venenos que me dieron la vida). Ya puedo respirar hondo sin temor que el germen más inofensivo se me meriende, ya he remontado la última montaña y desde aquí el mundo queda a mis pies.

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