Málaga

La morada del tiempo

  • Anclado en sus raíces y apenas perceptible en los planes municipales, este núcleo de arquitectura blanca dispuesta al encuentro vecinal se reinventa en los márgenes de la Málaga más mediterránea

Una vecina llega a su portal de su bloque con un gato, un minino, apenas una cría, que se posa en la palma de su mano. De inmediato se forma un corrillo, íntegramente femenino, que alaba las virtudes del felino, pero qué guapo, cómo lo vas a llamar, queríamos una hembra pero nos han dado éste, ya verás cómo te pone las cortinas. El interés general no admite dudas a trámite y el aforo crece desde la acera a la calzada, en la que no hay precisamente mucho tráfico. Pues sí: aquí, en Sixto, cualquier acontecimiento particular trasciende los límites de lo doméstico y se transforma en materia común, compartida. En este enclave de arquitectura blanca y de trazado urbano en herradura, a la manera de otros tantos de la capital (de Carranque a Ingeniero de la Torre Acosta), el factor humano cuenta siempre para equilibrar la carencia de determinados servicios. Aunque en el fondo la cuestión es más simple: Sixto es un barrio pequeño, de población discreta, y aquí se conoce todo el mundo. Por eso no es raro comprobar cómo dos se encuentran en una calle y se paran a charlar sobre cualquier asunto. Hay una manera superviviente de pueblo, de interior fraterno, a la hora de relacionarse. El espectro social es el común denominador de la clase trabajadora, ésa que se deja cada jornada el sudor y las entrañas para no perder su categoría media, pero más allá de esta connotación se adivinan perfiles variopintos: profesionales de los oficios más ceremoniosos y antiguos con el agua al cuello, jubilados con poco que hacer y muchas horas por delante, yolis quinceañeras que esta mañana de cielo nublado no han ido al instituto y enseñan michelín, mujeres sin edad (o con toda la edad posible) que se parten la espalda en la casa y el mercado para sostener sus hogares, astros del dominó en horas bajas, perseguidores de chismes y alimentadores de cónclaves, héroes perennes de las barras de los pocos bares que siguen operativos, defensores a ultranza de las tradiciones y otros que, si se les pregunta, parecen sencillamente no preocuparse por nada, como en una novela de Beckett. Por eso, la Málaga que yace en estas calles (bautizadas con títulos tan exóticos como Princesa Polixena, Niño Jesús de Praga, Peñoncillo y Montaña Blanca; alguien debió pasárselo en grande decidiendo las nomenclaturas de la zona) es especialmente mediterránea, soberana, echada tan hacia fuera como hacia dentro pero a lo suyo, escrupulosa en lo privado y exhibicionista en exceso, hecha de contrastes, al cabo, como casi todas las formas de civilización que persisten desde Algeciras hasta Estambul. El gato no tarda en pasar de mano en mano, hay quien le saca defectos y quien le planta un par de besos, ya forma parte de ese orbe ilimitado que es Sixto.

El barrio se construyó en 1954 destinado, como otros colindantes dentro del mismo distrito de Carretera de Cádiz, a servir de residencia a las familias que a mediados del pasado siglo llegaban a la capital desde diversas áreas del interior de la provincia y otras extensiones rurales de Andalucía. En la calle Montaña Blanca, un bar que se hace llamar La Posada Rondeña mantiene vivas esas raíces sin ningún tapujo. Semejantes invocaciones se encuentran también en La Paz, incluso en el Parque Mediterráneo, pero aquí la influencia que ejercen es distinta, más primigenia, como adherida al ambiente. Gran parte de los negocios que continúan abiertos en los bajos de los bloques, donde no pocos locales anuncian su traspaso, venta o alquiler, parecen funcionar desde el mismo año en que se levantó el barrio. Hay algunos talleres mecánicos y papelerías, pero también centros de corte y confección donde se pueden comprar trajes de flamenca, tiendas de guitarras y otros establecimientos vinculados directamente con artesanías remotas, con la precisión del trabajo manual, con la producción más elemental. Como si el tiempo hubiera establecido aquí su morada y, harto de ir de acá para allá, se hubiese acomodado para descansar un poco.

Con casi sesenta años a sus espaldas, algunos de los edificios, especialmente los de planta más baja (fueron los primeros en ser construidos), requieren algunas reformas inmediatas. Hay problemas estructurales, humedades y un tendido eléctrico rudimentario, frágil y caótico que pasa demasiado cerca de algunas ventanas. Pero, en su mayor parte, los vecinos no pueden hacer frente a los gastos que supondría el lavado de cara de los bloques. Una señora que camina junto a quien parece ser su marido explica que en muchos pisos viven varias generaciones de las mismas familias, "los abuelos con los nietos y los padres con los hijos", ya que, dada la actual dificultad para encontrar trabajo, "los jóvenes no tienen más remedio que seguir viviendo con sus padres; algunos se fueron a otros barrios y tuvieron que volver tras perder sus casas". En los balcones, entre la abundante ropa tendida, y al contrario que en los locales, se anuncian algunos (pocos) alquileres y casi ninguna venta. Aquí se reside pero los negocios cierran y la economía se hunde. El santo y seña de un barrio que podría ser el mismo que latió sesenta años atrás.

Las calles, en su mayor parte, se muestran limpias, y el tráfico ordenado. Algunas áreas colindantes con las viviendas están acotadas como aparcamientos privados. En el extremo de la calle Júcar, que sirve de frontera entre Sixto y La Paz (justo frente al Colegio Rosario Moreno), se encuentra uno de los grandes protagonistas del barrio: su parque, un recinto vallado en el que crecen vigorosas y raras especies tropicales, donde los niños juegan bajo la atenta mirada de sus padres y los ancianos encuentran el marco perfecto para tomar el fresco a sus anchas. Mantenido y custodiado por la Asociación de Vecinos que tiene su sede en el mismo perímetro, lo que hoy es un vergel fue una vez un picadero de drogadictos afortunadamente desmantelado. Ahora, el parque cierra sus puertas por las noches y está vigilado. Pero una señora de melena gris que se dispone a entrar advierte: "Lo malo son las ratas. Todos los días salen. Hemos pedido al Ayuntamiento mil veces que fumigue, y nada, no hacen caso". Estarán preocupados por otros asuntos. Eso se pierden.

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