El nostálgico aroma de la superstición

Calle larios

Más allá del dislate, lo de las comuniones civiles sirve en bandeja un oportuno debate sobre la madurez social a cuenta de los asuntos espirituales. Las conclusiones son poco alentadoras.

Al fin y al cabo, ojos que no ven, corazón que no siente.
Al fin y al cabo, ojos que no ven, corazón que no siente.
Pablo Bujalance

01 de noviembre 2015 - 01:00

YA que todo el mundo parece tener una opinión sobre las comuniones civiles del Rincón de la Victoria, heme aquí, dispuesto a contar la mía. En realidad, este artículo se me vino a la cabeza cierto día en que fijé una cita con dos actrices y amigas en la capilla de la calle Agua, para estudiar un proyecto teatral que traíamos entre manos. Llegué con algo de antelación y me quedé esperando allí quieto como un pasmarote. De inmediato, una mujer pasó por la acera y se persignó. Era una cincuentona elegante y con pinta de melindre que llevaba un carrito de la compra. Pero medio minuto después vi cómo un cani que se dirigía a la Cruz Verde con su chándal y su medallita hacía exactamente lo mismo. Así que decidí prestar atención y comprobar cuántas personas mostraban su respeto a la imagen allí custodiada con tan visible gesto. Durante diez minutos, otros tantos transeúntes cumplieron con la costumbre. Así que bastó tan breve plazo para ver por los suelos todas las conquistas armadas en pro del laicismo desde la Revolución Francesa. Resiste, en un margen más amplio del presumible, una conciencia de la divinidad ajena, al menos en las formas. Con respecto a lo de las comuniones civiles, lo fácil es tildarlo todo de estupidez y complejo, por más que a uno se le caiga el alma a los pies cuando los promotores de la idea salen justificando la medida y denunciando por qué tienen que pasar sus hijas el mal trago de quedarse sin su fiesta de princesitas. Quizá convenga ahondar un pelín y considerar que muchos de quienes se tiran de las barbas a cuenta de la broma a lo mejor tienen algo que ver. Apuntaba ayer Antonio Soler en El Mundo, con mucha razón, que tal vez debieran asumir parte de la culpa muchos de los creyentes y no creyentes que han convertido el sacramento de la Eucaristía en una celebración de venta y olla de arroz, chusca y hortera (lo cuento con mis palabras; dispense usted, don Antonio). Y sí, por aquí van los tiros. Yo aún diría más: resulta penoso el modo en que la Iglesia Católica, particularmente en Málaga, ha perdido la oportunidad brindada desde sus muy diversas plataformas (difícilmente podría estar la Lomce más a su favor; bueno, sí podría, pero mejor no dar ideas) para promover un cristianismo maduro, adulto, crítico, responsable, cultivado, conectado con el mundo, deseoso de transformar la realidad en la dirección deseada. En lugar de esto, y en virtud de directrices muy concretas, se ha optado por la vía fácil: la de la superstición. Las cofradías lo han puesto blanco y en botella: si a cuenta de las procesiones, coronaciones, traslados, centenarios y demás farándula se aumenta la clientela, adelante con todo, y con alfombra roja por parte de la Diócesis. Algún obispo de cuyo nombre no quiero acordarme puso alguna objeción y ya sabemos cómo le fue. Seguramente estoy siendo injusto: tanto la Iglesia como las cofradías llevan a cabo una admirable labor de asistencia a los más desfavorecidos en muchos barrios de la ciudad. Pero estoy escribiendo sobre otra cosa, dado que también hay organizaciones que persiguen los mismos fines desde la más estricta aconfesionalidad. Estoy escribiendo sobre cierta responsabilidad en el descrédito de lo sagrado por parte de quienes, tal vez, debieran haber asomado el morro a ver qué pasaba ahí fuera.

Que en Rincón de la Victoria organicen comuniones civiles es, más allá del diagnóstico desolador, casi lo de menos. Lo importante, a mi parecer, es que si existe una posible nostalgia de lo sagrado en la calle (las mismas comuniones civiles son un ejemplo de esta nostalgia), la Iglesia sigue respondiendo con fórmulas que sólo pueden convencer a quienes son incondicionales de antemano. De acuerdo, en su momento el nacionalcatolicismo lo invadió todo y era prácticamente imposible aplicar una óptica distinta a la cristiana a prácticamente cualquier asunto. El problema es que en muy poco tiempo se ha pasado justo a lo contrario: no hay, o los hay poquísimos, cristianos en el ámbito de la cultura y el pensamiento que aporten a las cuestiones del presente (económicas, sociales, políticas) claves propias de los Evangelios más allá de la doctrina ad hoc y el propio margen de la Iglesia. Pero, claro, en un ámbito donde únicamente se fomenta la superstición, quienes se declaran cristianos abogan por abrir una casa hermandad a tal cofradía o por cambiar el manto de tal Virgen, no por poner sobre la mesa argumentos realmente cristianos con ganas de poner el dedo en la llaga, entre otras cosas porque esto implica ponerse siempre de parte del más débil y a menudo no resulta cómodo (es más fácil condenar sin más el aborto en todas sus formas que pararse a considerar las múltiples cuestiones en juego). El escritor francés Emmanuel Carrère afirmaba hace poco que la idea de un cristianismo conservador incurre en una traición o un oxímoron: pues bien, eso es exactamente lo que tenemos. Quizá la Iglesia no necesitó durante mucho tiempo alumbrar mentes capaces y ahora no sabe cómo hacerlo. O tal vez el miedo o la pereza hacia el conocimiento pesan más. Cuánto abundan los pañales. Civiles y beatos.

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