La plaza de los prodigios

Entre la Trinidad, Eugenio Gross y Mármoles, Málaga es todas las ciudades posibles, como un núcleo que apunta a todas direcciones y en el que la historia, como los vecinos, se presiente entera en cada esquina

Pablo Bujalance / Málaga

09 de octubre 2011 - 01:00

Un hombre sale del mercado de Bailén. Es un señor mayor, tocado con una frondosa cabellera plateada y una camisa azul que juega a ser galante bajo los pantalones. Bajo el brazo derecho lleva un diario deportivo. En la mano izquierda, una bolsa con la compra. Apenas concluye el acceso a la acera, una vecina se dispone a entrar con un carrito de la compra, un artilugio antediluviano hecho de tela a cuadros aunque de anatomía intacta. Los camaradas se saludan con cierto tono fraternal. Parece que hace tiempo que no se ven. Se preguntan por sus hijos, sus nietos, todos están bien de salud, por el momento. La mujer, cuya edad aparece clavada en su espalda torcida, arrastra una enfermedad de la que da cumplida cuenta. Pero el hombre está contento esta mañana de comienzos de octubre en la que el otoño parece una prolongación amable del verano. "Mire, María, mire qué jureles". El hombre abre la bolsa y extrae una mercancía ligera envuelta en papel que revela a la magnífica luz solar del momento, y allí están, un kilo de jureles plateados, radiantes, "éstos me los voy a freír dentro de un rato y ya verá, ya verá". La señora asiente, "sí que están hermosos, sí", y de pronto la conversación gira a un extremo radicalmente opuesto, los nietos en paro, la hija que no puede pagar la hipoteca, y mire cómo está ahora la cosa, están echando a la gente de sus casas. Una pesadumbre con ambición de sombra embriaga a los dos, la despedida se formula con menos afecto, con la discreción de quien ha caído en la cuenta, la vida no era tan hermosa, maldita sea. Una mujer camina por la misma acera con una niña de la mano. Viste un hiyab islámico que le confiere cierta juventud al porte, aunque su rostro, en el que anidan también unas gafas redondas dignas de ratón de biblioteca, revela una edad superior, los 50 se cumplieron hace ya varias temporadas, o quizá son las fatigas acumuladas las que prometen una existencia más corta, el exilio lo vierte todo más rápido. La niña, que no tiene más de diez años, lleva su mochila en los hombros y por alguna razón, tal vez un reconocimiento médico, tal vez una urgencia inesperada finalmente resuelta, hoy va a llegar tarde al colegio. Cruza entonces la calle en dirección a la calle Pelayo un anciano que camina con un andador, lento como un dios milenario que acaba de surgir de las profundidades, blanco en su rostro y su camisa, cada paso es una hazaña, va solo, lo lógico sería que alguien lo tomara del brazo, pero sabe bien lo que se hace, un par de minutos y llega al bar de costumbre, el mismo bar que lleva visitando diariamente durante décadas, el cafelito de esta hora no lo perdona ni la autoridad más respetable. La niña, de poderosos rasgos árabes, morena y de ojos verdes que brillan al sol, con su melena rizada recogida en dos coletas, no ha dejado de mirar a aquel viejo, en silencio. Una vez que el objeto de su seguimiento se pierde de vista comenta algo a la mujer que la lleva de la mano, seguramente su abuela, y ésta asiente sin abrir la boca. Se produce entonces una interesante representación de Málaga, la extinción y el relevo, el decrecimiento demográfico y el mestizaje de culturas, el estertor de un siglo y el anuncio de otro que será proverbialmente distinto. Dos adolescentes pasan comentando a voz en grito lo mucho que les gusta Pablo Alborán, lo bueno que está, y no se cortan un pelo al entonar Solamente tú con pasión similar a una saeta cantada en la cercana Calzada de la Trinidad, un par de carpetas se convierten en proyectiles potenciales, atraviesan la plaza como una exhalación y el aire parece aligerarse cuando al fin se pierden de vista. La plaza de Bailén es un prodigio urbano y cósmico entre la Trinidad, Mármoles y Los Castillejos (Eugenio Gross), y aunque el enclave es trinitario hasta la médula dispone de una entidad propia y distinta, una idiosincrasia reconocible a kilómetros. Por tener, tiene en una de sus esquinas el primer sex shop que se abrió en la ciudad. Aquí no hay corralones, pero la historia, como los vecinos, se presiente intacta en cada ápice. En calles como Pelayo (y su continuación tras Martínez Maldonado, Alonso de Palencia, hasta Hilera), la Avenida de Barcelona, Rafaela, Bailén, Natalia, Cataluña y hasta La Regente, todas las ciudades posibles apuntan en todas direcciones, como una mutabilidad continua y orgánica, una criatura que transita continuamente desde el pájaro al leviatán y viceversa.

Entre la plaza de Bailén, que da nombre al distrito, y Eugenio Gross, entre las calles Rafaela y Natalia, entre Ecuador y Diego de Vergara, a espaldas del mercado, Málaga se resuelve en un laberinto de callejuelas en el que conviven viviendas unifamiliares, bloques de escasa altura, negocios señeros y talleres tan antiguos como los bordillos, bares y peñas de inquebrantable clientela fija. No pocas casas muestran un evidente estado de ruina. La limpieza también deja bastante que desear en las aceras. El abandono llega ser lastimoso en algunos tramos: "Hasta las ratas salen por la noche de las cañerías", dice una señora de luto riguroso en la calle Pajaritos cuando se le pregunta al respecto. El diseño urbano es inexistente: cada manzana, cada portal es una mónada que no tiene nada que ver con lo que hay al lado. Conviven en una misma acera un triste bloque hermético y gris cuya fachada pide a gritos una mano de pintura, una casamata de coqueta intención bucólica y un solar en el que resisten alzados algunos muros para alegría de grafitteros y en el que algunos karatecas improvisados y entusiastas parecen haber instalado sus tatamis al aire libre. Aquí el olvido muestra otra herida abierta en el corazón de la ciudad, seguramente obviada por su condición oculta pero flagrante en la tristeza que emite, como la que se profesa a un animal moribundo. Muy cerca, en la calle Pacheco Maldonado, contigua a la plaza Doctor Vargas-Machuca, queda en pie un arco, el único, de la antigua Colonia San Eugenio, el experimento urbano promovido a finales del siglo XIX para los trabajadores de la fábrica Salyt y los tejares de Monte Pavero y en el que intervino el arquitecto Fernando Guerrero Strachan a partir de 1918 con la construcción de varias viviendas. Algo de aquel enjambre social queda en los aledaños, donde cada uno se busca la vida como puede y donde a menudo la vida parece ser un espectáculo visto desde una ventana furtiva o la puerta de una casa abandonada.

En la calle Pelayo, con sus bares y tiendas, el tiempo parece anclado en los años 70. Son los efectos secundarios de la supervivencia. Algo quedará en pie cuando quienes lo contamos ya no estemos.

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