En las pupilas de los mininos

calle larios

Ya los antiguos egipcios aseguraban que los gatos veían cosas que quedaban veladas a los ojos humanos Sería cuestión de preguntar a los que retozan en San Agustín qué opinan de la ciudad

Pablo Bujalance

25 de enero 2013 - 01:00

QUIEN tiene o ha tenido un gato como mascota sabe que la relación que se mantiene con estos animales es muy especial. Son exclusivos y excluyentes, pero precisamente por eso la gracia que conceden a quienes conviven con ellos bajo el mismo techo se recibe como una gracia. El momento en que el gato busca el regazo de uno para acomodarse es parecido a una absolución papal. Con los felinos más ariscos esta especie de pacto se acentúa: las pocas personas a las que permiten ponerles la mano encima son conscientes del privilegio, como si por una vez pudiesen tocar un códice medieval. Los zarpazos que uno recibe a cambio como moneda corriente merecen la pena sin duda. Yo conviví con una gata siamesa durante 18 años, hasta que murió. Era arisca y puñetera, pero su compañía era más enriquecedora que la de muchos seres humanos con los que inevitablemente tenía que perder mi tiempo. Habrán adivinado que me gustan los gatos, y sí, me gustan mucho. Tanto, que no me importará que me comparen con Antonio Burgos por culpa de este artículo. Me gusta su sinceridad, su manía de ir al grano sin medias tintas y sin pretender caer simpático a nadie; su hedonismo salvaje, su disposición a tomarlo todo sin pedir permiso, como los curas viejos; su querencia franciscana a la soledad; su carácter indómito, su resistencia a la obediencia y su preferencia por el acuerdo; su escrupuloso respeto por los hábitos higiénicos; y también la indiferencia con la que responden a cualquier regalo o lisonja con lo que uno pretenda ganárselos. Pero lo que más me gusta es, sin embargo, el protagonismo que los gatos han ejercido en la historia de la humanidad. Los antiguos griegos los respetaban, los etruscos los imitaban, los persas los estudiaban como a fenómenos de la naturaleza que abrían puertas a otros mundos, pero eran los egipcios quienes de manera más profunda los veneraban: creían que los gatos, dotados de una sensibilidad extrema, percibían lo que a ellos se les quedaba velado. Sospechaban asimismo que los mininos vivían en contacto con los muertos, así que se esmeraban mucho en tenerlos contentos, ya que prodigar a los gatos toda clase de cuidados significaba, por tanto, rendir homenaje a los difuntos. Veían además los súbditos el faraón en los gatos a verdaderos protectores, tal y como cuenta Mika Waltari en Sinuhé el egipcio: mantenían bien alejados a los espíritus malignos y ejercían de talismanes. Sólo los sacerdotes podían tenerlos en sus casas. Y si un gato doméstico se les moría, todos los habitantes de la vivienda se afeitaban las cejas y guardaban luto durante muchos días, no sólo en señal de duelo sino como revulsivo, porque se sentían proclives a la mala suerte.

Ahora ya no tengo gato, sino un perro con el que me llevo razonablemente bien. Pero cuando vuelvo a casa cada noche desde la redacción, procuro echar un vistazo a los felinos de los jardines de San Agustín y los del Teatro Romano. Van a lo suyo, como siempre, y desconfían en muy alto grado, pero al menos están sanos y parecen bien alimentados. Son los dueños del centro histórico, y se dejan ver sólo cuando no hay nadie que compita con ellos. Si los egipcios tenían razón, cuando a estos gatos les dé por mirar al Colegio de San Agustín, al Palacio de Buenavista, al Teatro Romano y a la Alcazaba, verán mucho más de lo que uno puede alcanzar a distinguir: ante sus pupilas desfilarán los milenarios pobladores del entorno, los colonizadores fenicios, los romanos fabricantes de garum, los estudiantes de filosofía, la burguesía de finales del siglo XVIII, las exposiciones del antiguo Museo de Bellas Artes, los amiguetes que se reunían en el Armenia a beber cerveza y escuchar discos de Frank Zappa. Y en esto serán los gatos buenos malagueños. Cuánta de esa sensibilidad mágica haría falta en otros malagueños, los bípedos. Sabrían así el suelo que pisan.

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