La quinta columna de lo digital

Pues sí, un servidor es socio de un videoclub y devuelve las películas prestadas religiosamente l Al menos ya no hay que preocuparse de que las cintas estén rebobinadas l Dirán que es cosa del Paleolítico, pero se trata de una de las pocas oportunidades que le quedan a uno para comunicarse

Algunos videoclubs optan por el formato cajero automático, pero así es difícil que alguien recomiende algo.
Algunos videoclubs optan por el formato cajero automático, pero así es difícil que alguien recomiende algo.

21 de enero 2011 - 01:00

VAYA por delante que la Ley Sinde no despierta en un servidor demasiadas simpatías precisamente y que considero que en el debate al respecto no se ha ahondado en un argumento decisivo: si España lidera el número de descargas ilegales de películas y discos, también es el país que exige al consumidor los precios más altos por determinados productos. Considero escandaloso que el último disco de un determinado grupo de rock internacional cueste en España 27 euros mientras que el mismo álbum, exactamente el mismo, se ponga a la venta por 16 euros en Amazon y en ciudades a priori más caras para el consumo del ocio como Londres. Si Hollywood decide desmantelar su distribución de DVD en España, a lo mejor tiene algo que ver con el volumen masivo de descargas el hecho de que una película reciente en formato sencillo, sin apenas extras, cueste 18 euros, mientras que por las ediciones especiales se pidan más de 30. Sin embargo, a pesar de todo esto, soy de esos quintacolumnistas que se empeñan en comprar discos y películas; no tanto por respeto al sacrosanto derecho de los creadores, que desde luego debe quedar siempre garantizado, sino por una cuestión de manía de viejo de la que me cuesta mucho deshacerme. Desde hace algunas semanas tengo ADSL en casa, y aun así me invaden escrúpulos de peso respecto a la posibilidad de descargarme algo. Prefiero mirar ofertas de viajes y acudir a los cauces tradicionales para la música y el cine, qué le vamos a hacer. La cuestión es que en los últimos días me ha dado por decir en un par de ocasiones que soy socio de un videoclub y las dos veces me han mirado como a un bicho raro con la consiguiente expresión de asombro: ¿Qué? Pues sí. Desde hace bastantes años alquilo películas en el Videoclub Centro, en la calle Victoria. Lo utilizo sobre todo para seguir al tanto de lo que se cuece en el séptimo arte y recuperar lo que se me escapa en las salas de cine (lo que, desde que soy padre, es considerablemente mucho). El procedimiento es sencillo: voy, selecciono la película que quiero ver, la pido en el mostrador y quien atiende me la presta por un día a cambio de 2,70 euros. Como toda la vida, sólo que ahora, en el DVD, no hay que preocuparse por devolver las cintas rebobinadas. La última película que alquilé, hace sólo unos días, fue Donde viven los monstruos, de Spike Jonze, que me gustó bastante. En el fondo, es una cuestión de nostalgia: recuerdo que el primer vídeo entró en mi casa en 1989, cuando yo tenía 13 años, pero desde mucho antes me encantaba meterme en los videoclubs (entonces había muchos, muchos más) y enfrascarme en el repaso de las carátulas, ya fueran formato Beta o VHS. Algunos años más tarde me aficioné al cine clásico y encontré un videoclub en el Torcal, todavía operativo, que me suministraba no pocos títulos imprescindibles, si bien en otro de Santa Julia, también superviviente, tenían La naranja mecánica de Kubrick y hasta que decidí comprarla la alquilé en varias ocasiones, dado el impacto.

Pero la nostalgia no termina sólo en las películas. Uno va al videoclub y trata con quien se deja ver por allí, recomienda y se deja recomendar (y, a pesar de que ni borracho alquilaría la última de Tom Cruise, asiente con sonrisa amplia a quien insiste en que es buenísima), charla sobre el tiempo, sobre el Gobierno o sobre el cauce del Guadalmedina. En ese trato antiguo se halla, todavía, cierto consuelo que no cabe en internet. Para comprar discos, voy a Pat o a Candilejas y siempre termino comentando la jugada con alguien, éste es muy bueno, aquél no merece tanto la pena. Toda esa gente que va con sus auriculares y descargándose cosas en sus móviles, los artífices de la revolución, parecen no necesitarlo. Pero creo que hay una diferencia entre saludar al quiosquero cada mañana y no hacerlo. Hasta Obama prefiere la prensa en papel.

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