La realidad soñada
Recuerdos y memoria desde mediados del siglo XX: Las vivencias, pensamientos y elucubraciones de mi gran amigo Lucio, con el que compartí muchos momentos de mi vida
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Todo cuanto aquí escribo son vivencias, pensamientos y elucubraciones de mi gran amigo Lucio. Como fueron muchos los años y, dentro de ellos, los días y momentos que pasamos juntos, y siendo un personaje tan interesante y peculiar (al menos a mí, así me lo ha parecido), siempre tomé notas con las que hacía un resumen, a modo de diario, de nuestras conversaciones. Lucio, igual hablaba de sus opiniones político-sociales, como hacía crítica de todo, ya fuese la última película vista, el último libro leído, unas declaraciones del alcalde o, como en muchas ocasiones, me contaba sus recuerdos de infancia y juventud, de su vida universitaria o de su paso por aquellas empresas, de distintas ciudades, en las que había trabajado. De vez en cuando, leyendo las notas guardadas, tenía la sensación de que Lucio inventaba muchas de las vivencias que decía haber tenido, o tergiversaba la realidad, o bien le ocurría, como a todos, que con la edad se pierde memoria y se confunden tiempos y hechos. La verdad es que él no era ajeno a dicho proceso, pues un día vino a explicarme lo que denominó “La realidad soñada”:
Con los años −decía−, la memoria deja de ser un archivo preciso de los hechos para convertirse en un relato. La mente no recuerda con exactitud, sino que reinterpreta. Los recuerdos se mezclan con deseos, con anhelos no cumplidos, con versiones idealizadas del pasado. Así, lo que una vez se vivió tal cual, ahora se recuerda tal como se hubiera querido vivir. En la vejez, más que recordar la realidad, se la reescribe.
También los sueños −tanto los que tenemos dormidos como los que imaginamos despiertos− permiten vivir aquello que no fue. Cuando se alcanza la senectud, la fuerza del presente disminuye, y entonces el sueño toma un papel protagónico: ya no es sólo evasión, sino también una manera de completar la vida. Lo que no fue posible, puede soñarse; y al soñarse, adquiere un tipo de existencia.
Vengo con ello a decirte que cuando la mente entrelaza recuerdos con sueños, lo que emerge es una “realidad deseada”: una versión íntima de la vida, en la que lo vivido y lo soñado se abrazan. Esta realidad interna tiene un poder de consuelo, de sentido, incluso de redención. En ese punto, no importa tanto qué fue verdad y qué fue ilusión; lo que importa es lo que queda en el alma.
No me estoy inventando nada, de hecho, todo esto que te estoy contando, este tema, ha sido explorado por escritores como Borges, quien hablaba de la vida como una ficción tejida por la memoria; hago aquí un inciso para recomendarte, querido Juan, que leas su “Libro de sueños”. Proust, nos mostró cómo el tiempo perdido puede ser recuperado en la evocación; o Bergson, que nos dijo como la conciencia del tiempo es fluida y no lineal.
En definitiva, en la vejez, la mente transforma la vida en un relato íntimo, y ese relato ya no distingue lo que fue de lo que se soñó, se imaginó o se anheló. Pero ese relato no es mentira: es una verdad emocional, subjetiva, a veces más real que los hechos. Así, la vida termina siendo —en parte— lo que se quiso que fuera. Ya escribió Borges: “Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos”.
Uno de los días en las que Lucio, con una melancólica copa de vino en la mano, se remontó a su infancia revivida, me advirtió: «Mi relato será fiel a la realidad o, en todo caso, a mi recuerdo personal de la realidad, lo cual es lo mismo». Los hechos ocurrieron en la década de los 50 del siglo pasado, pero sé que la narración lleva consigo el hábito de intercalar rasgos circunstanciales y de acentuar los énfasis. Quiero contarte un suceso que marcó toda mi vida e influyó en mi pensamiento social y político futuro.
Esa primera frase me sonó, ya la había escuchado, o leído, antes. No era suya. Casualmente he sido siempre un afanado lector de Jorge Luis Borges. Y conocía a Lucio como si le hubiese parido. Era un erudito que se había bebido la Biblioteca de Babel y un verdadero maestro en colar como suyas citas ajenas. Recordé que con esa misma frase comenzaba Borges su narración “Ulrica” del “Libro de sueños”.
Un niño de las viviendas protegidas. Continuó su relato Lucio: Las sombras de la Guerra Civil aún flotaban sobre Málaga como un pesado manto de niebla. A pesar de los alegres lances de la niñez, quiero recordar que en la atmosfera, que siempre me parecía espesa, flotaban los ecos de la guerra, de las muertes, de las ausencias, de la pobreza que todo ello había dejado a su paso. Quizá fuese el gesto duro y triste que siempre se esbozaba en el rostro de los mayores. La mayoría obreros, en aquel barrio de Málaga conocido como Haza de Cuevas. Haza que significa “trozo de tierra de labranza” y Cuevas por el apellido del que fue su propietario. Un barrio de los años 40 que, iniciada su promoción por Falange Española, fue el primero que se hizo de protección oficial en el régimen franquista. Curiosamente, las viviendas solo disponían de un aseo (lavabo y retrete) y el agua corriente no tenía presión para subir más allá de la primera planta, por lo que se habilitó un grifo en el portal, en el que los vecinos de las plantas altas recogían el agua que necesitaban en cubos. Los bloques eran de planta baja más tres, tenían tres portales y dos pisos por planta, y sus calles llevaban todas nombres de oficiales del ejército nacional, la mayoría alféreces.
Málaga estaba marcada por la miseria de una España rota. Las cicatrices de la contienda se notaban en cada rincón, en los rostros envejecidos de los adultos y en las manos callosas de los niños, que desde pequeños sabían lo que era la lucha por sobrevivir. Yo viví parte de mi infancia en este barrio de gente humilde que, a pesar de todo, encontraba alegría en las pequeñas cosas. En mis recuerdos, todavía puedo verme, junto a mis amigos inseparables, Julián, Juan Ángel, Joaquín, José Manuel, Juani, correteando por las calles polvorientas, jugando al pañuelito, a las canicas o al futbol, sobre todo al futbol, nos divertíamos, aunque todos parecíamos cargar con un peso invisible. Había risas, sí, pero también hambre y lágrimas que nadie mostraba. En mi portal vivía María con sus cuatro hijos (dos niñas y dos varones). El padre nunca estaba porque era pescador de altura y pasaba meses embarcado.
Pero, un día, la noticia llegó al barrio, a nuestro bloque, como una desgarradora tormenta: El marido de María, el padre de sus cuatro hijos, había muerto en alta mar. No por un accidente, sino por un mal que le estaba carcomiendo. La tuberculosis en aquellos años de posguerra no tenía solución. A España no llegaba la penicilina, ni ninguna de las “inas” que podía atajar ese tipo de enfermedades. La tisis lo había consumido poco a poco, mientras él, a bordo del pesquero, luchaba con el viento y la sal del mar para mantener a su familia.
La noticia cayó como un rayo en la vida de la familia y nos dejó anonadados y apesadumbrados a todos los vecinos; todos conscientes de la vulnerabilidad en la que se vivía en aquella España que aún olía a pólvora. La madre, María, era una mujer fuerte, de esas que se habían criado entre privaciones y penurias. Pero esa fortaleza no sirvió de mucho cuando se vio sola con sus cuatro hijos, sin dinero, sin ayuda, y con el futuro tan incierto como el horizonte al final del mar.
Los niños, de edades entre los 14 y 4 años, tuvieron que aprender que no había tiempo para llorar, que el hambre no entendía de lamentos. La vida escolar se acabó para ellos. Las niñas, fregando, limpiando o haciendo cualquier trabajo que les permitiera poner algo de pan en la mesa. Mi amigo Julián, ambos rondaríamos los 9 años, se colocó vendiendo gaseosas en los intermedios del Cayri Cinema, cine cercano al barrio. Por entonces los cines programaban sesión doble, con un corto de inicio que solía ser de “El Gordo y el Flaco” ('Stan Laurel y Oliver Hardy'). Era un niño animoso, muy listo que siempre sonreía. Algunos sábados y domingos −siguió contándome Lucio−, me iba con él a ayudarle en la venta. Me preparaba un cubo con las bebidas y yo aprendí a recorrer los pasillos del cine gritando “hay orangeygaseosaaaaa”. (Continuará).
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