Las ricas tradiciones malagueñas

calle larios

No falla: caída la Navidad en el olvido, el Carnaval hace su agosto mientras el mundo cofrade va templando la Cuaresma

La tentación de una identidad unilateral cunde de nuevo, rotunda

¿Habrá algo más de toda la vida en Málaga que el Carnaval? ¿Y fuera? ¿Hay alguien? / Javier Albiñana
Pablo Bujalance

21 de enero 2018 - 02:09

Caminaba el otro día por la calle Larios con mi despiste habitual y encontré a un matrimonio de madurez señera, gorra de pana y vieja cámara analógica al cuello él, permanente y abrigo de pelito en ristre ella, que miraba al cielo azul como si hubiesen llegado los visitantes. "¿A qué esperarán para quitar el alumbrado de Navidad?", preguntó la señora, con preciso acento leonés y esa d final pronunciada con esmero. "Mujer, es que eso no se aparta en dos días", respondió el caballero, con la autoridad de quien sabe de qué va la cosa. Daban ganas de llamarles la atención sobre el hecho de que la figura que preside el túnel lumínico en diversas recreaciones no es el motivo navideño de antes, sino un reciente arlequín. Pero resolví mejor dejarlos con la duda para que se entretuvieran rumiando. Con tan sencilla maniobra, ya ven, la instalación continuará erguida un trecho más, hasta la Cuaresma, aunque al menos quienes pasamos aquí buena parte del día no tendremos que soportar los portentosos troníos musicales que animaban la fiesta. No falla: como cada año, caída la Navidad en el olvido, el Carnaval hace su agosto, con las agrupaciones ya en faena, y el mundo cofrade va templando sus cuerdas, presentado ya el cartel de la Semana Santa, que el Miércoles de Ceniza está a la vuelta de la esquina. Curiosamente, en Málaga no hay conflicto entre quienes desean que el Carnaval no se termine y quienes anhelan el fin del periodo ordinario en el calendario litúrgico, en esencia porque en su mayor parte son los mismos. Cuenta la ciudad con su particular e ingente legión de defensores de sus ricas tradiciones, que lo mismo se disfrazan de pirata en febrero que se meten en el submarino de la Esperanza en marzo. Y es una suerte que así sea. Un servidor ha asistido siempre a esto de las tradiciones como un espectador interesado, un tanto asombrado por el éxito que han revestido en los últimos años. Los malagueños de mi generación, salvo unos quijotes que han puesto (y ponen) su empeño contra viento y marea, hemos sido poco inclinados a formar parte; pero entre quienes han venido después se ha dado una cosecha abundante dispuesta a tomar candente el relevo de sus abuelos. Muy a pesar de que en esto del Carnaval y la Semana Santa, como tradiciones que son, ya estaba todo inventado, los nuevos fervientes han encontrado un campo inmenso en el que crecer, proyectarse, reinventar y adaptar a los tiempos presentes lo que viene siendo de toda la vida. Así que imagino que la tarea es apasionante. Y el fenómeno, desde luego, digno de análisis por cuanto refleja con bastante precisión lo que somos.

La tradición es, ya se sabe, una cuestión relacionada con la identidad. El término hace referencia etimológicamente a un discurso, lo que se dice, en boca de muchos y desde hace mucho tiempo. El mimo a las tradiciones tiene que ver, por tanto, con el reconocimiento en las mismas, con la memoria pero también con la definición de cada uno a partir de los mimbres de ese discurso. Y, por tanto, es hasta cierto punto normal que quien perciba que esas tradiciones están siendo atacadas, o en peligro, lo interprete como una cuestión personal. Por esto siempre me ha llamado la atención en ciertos promotores de estas tradiciones el modo en que, en su afán por definirlas como elementos propios e ineludibles de la identidad malagueña, terminan introduciendo a menudo en ese tra-discurso un criterio homogeneizador: la esencia de Málaga está contenida en sus tradiciones, ergo, lo que está fuera de las mismas no es Málaga (sólo hay que recordar ciertas reacciones a la creciente aceptación de manifestaciones importadas como Halloween). Y en una ciudad en la que cierta postmodernidad de mercado se ha metido con calzador, este tipo de mensajes suelen tener efectos indeseables. El primero, los prejuicios, que se escupen desde todos los bandos. En mi quehacer cronista, he recibido tantos palos cuando he criticado algunos aspectos de las tradiciones (sobre todo, la alegría con la que la municipalidad cede los espacios públicos para su disfrute, mucho más allá de los plazos establecidos para las manifestaciones populares en el almanaque, sin tener en cuenta la incomodidad de quienes no las comparten y con otras muchas actividades directamente vetadas para el solaz público) como cuando he defendido, frente a ciertas tentaciones catetas de reducción o supresión de las tradiciones, la presencia de las mismas en el espacio público en cuanto público, es decir, de todos (sí, ambas posturas son compatibles). Pero hablando de tentaciones, la dirigida a considerar una unilateralidad, como si no hubiera más Málaga que la que anida en sus tradiciones, es un error de bulto. Málaga es ya una ciudad suficientemente compleja, diversa y rica como para mirarla desde un solo ángulo. Al contrario: estamos ya en condiciones de crear ámbitos de encuentro, diálogo y creación compartida entre la Málaga tradicional y la menos apegada a sus costumbres. La síntesis cultural ofrece oportunidades únicas. La escisión no beneficia a nadie.

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