El Prisma

Cuando el río toma lo que es suyo

  • El tiempo lo marca la distancia entre tromba y tromba en una provincia acostumbrada a la crecida de los ríos y a su tacto amargo. Aquel día de 1989, como el domingo, también se suspendieron las clases.

ES mediodía de un día de una semana de un mes del año 89, si no recuerdo mal. Deambulo junto a los compadres del colegio por el patio y sus alrededores, como cualquier otra jornada, sin serlo. Por lo que parece ese día llueve mucho más de lo normal. Los charcos se multiplican y el cielo negruzco lanza rayos sin cesar. El juego de luces se acompaña del gañido sin descanso de los truenos. Escucho a los mayores hablar casi como en susurros, como sin querer hacernos partícipes de lo que estaba ocurriendo, de la preocupación que sus rostros delataban.La memoria se activa ahora cuando 27 años después la provincia vuelve a saber de los sinsabores de la naturaleza, maravillosa en su quietud y en su templanza, destructiva cuando despierta. Aquel día del 89, como ocurrió el pasado domingo, también se suspendieron las clases; aquel día, que no se bien situar en el almanaque, las mochilas regresaron a los autobuses y a las casas, donde quedaron resguardadas del diluvio.

Periódicamente me viene a la cabeza esa misma imagen. El tiempo lo marca la distancia entre tromba y tromba en una provincia acostumbrada a la crecida de los ríos y a su tacto amargo. Y en esa incursión por entre los recuerdos del ayer, hay episodios, experiencias que quedan impresas, imperdibles por más años que transcurran.

Aquel día de alerta roja de hace casi tres décadas las calles de mi pueblo, como la de otros muchos, se mostraban anegadas, con el agua generando un segundo asfalto ilusorio que se adentraba por los salones de las viviendas, que chorreaban por las escaleras y daban formas a verdaderas cascadas en las pendientes más severas. Y, entre las vías estrechas de Algarrobo, una destacaba por el poderío con el que las aguas se precipitaban. Sabía de antes que el citado escenario era conocido como la calle Arroyuelo, pero no fue hasta esas lluviosas horas cuando verdaderamente entendí el significado de la toponimia.

Los ancianos del lugar, de ese como de cualquier otro, sabios aunque solo sea por lo que sus ojos han visto, mantienen la máxima de que el río acaba recuperando lo que siempre fue suyo. Y aunque tarde diez o veinte años, la máxima se cumple. A veces la desgracia se deja notar solo en el bolsillo, en las economías agrícolas de quienes han asentado sus cultivos sobre las márgenes directas de los cauces; otras, cada vez con más asiduidad, las aguas embravecidas arrastran las viviendas de los incautos que pensaron que podían levantar ladrillo sobre los dominios del río.

Muchos de ellos, víctimas incrédulas, que confiaron todo al azar, imaginando que jamás ocurriría lo que finalmente les ha ocurrido. Otros, desaprensivos que buscaron el negocio fácil y convirtieron lo que al principio era una simple casa de aperos en toda una mansión rural, con piscina incorporada. No todos son iguales, pero el río, ya sea el Guadalhorce o cualquier otro, los trata a todos por igual. Esa es la verdad absoluta, incuestionable, que por más que pasen los años nadie será capaz de asumir en toda su crudeza.

Como en las últimas décadas de construcción desaforada, en las que la seguridad se dejó a un lado en beneficio del beneficio. Poco importaba si el ladrillo se asentaba sobre la servidumbre de ríos y arroyos... Poco importa hasta que el estruendo de la tormenta regresa y su particular gañido se hace presente. Cuando eso ocurre ya no hay razón que nos asista, sólo queda lamentar, llorar... Y reflexionar.

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