El río que nunca fue

Por veteranía, por preeminencia y por derecho, el cauce seco del Guadalmedina merece ya ser considerado un emblema de la ciudad l En el fondo no está mal: su ruindad siempre recuerda que podría ser peor l Taparlo o llenarlo de agua sería un golpe demasiado tremendo para la memoria

¿Qué sería de Málaga sin su hueco, tan asociado a su genoma como el limón cascarúo?
¿Qué sería de Málaga sin su hueco, tan asociado a su genoma como el limón cascarúo?
Pablo Bujalance

16 de marzo 2012 - 01:00

TIENE narices que uno de los paisajes de Málaga que menos han cambiado desde la infancia de quien escribe sea precisamente éste. Siempre ha respirado igual esta trinchera, desde que mi padre me llevaba a comer bichitos a La Raya, desde el barrio de Fátima, desde La Goleta, desde el cuartel de Natera, desde aquel origen incierto en el que la memoria se confunde con la ensoñación. Recuerdo que cuando era niño me colocaba en el puente de Tetuán y me liaba a imaginar un río, un río de verdad, con agua, con patos. Igual que cuando mi madre me decía que una vez nevó en Málaga, cuando todavía duraba el hambre, y yo imaginaba el Teatro Romano en el que jugaba a perseguir a los gatos roñosos cubierto de aquel imposible blanco. La lección es tremenda: en mis 35 años han desaparecido algunos barrios y han nacido otros, Málaga se ha extendido por unos flancos y se ha quedado vacía por otros, pero el Guadalmedina siempre ha sido ese hueco, un espacio extraído que se puede interpretar de muchas formas aunque la mejor es su evidencia, la más absoluta extinción. Dicen que el Guadalmedina es un río, que hubo agua aquí todos los días, pero yo sólo la he visto cuando han abierto la presa después de las lluvias. En mi memoria, y en la de mucha gente, casi todos los malagueños ya, esto nunca fue un río. ¿Dónde nace, por dónde transcurre más allá de la miseria que se abre desde La Virreina? Hemos podido vivir sin un río hasta ahora, así que digámoslo en voz alta: no lo necesitamos. Pero el hueco no, el hueco es otra cosa. Recuerdo que cuando leí La historia interminable de Michael Ende, a mis diez añitos, el Guadalmedina me ayudó bastante para entender lo que el autor llamaba la Nada, y que esa Nada formaba parte de mi espacio vital, de mi mapa afectivo, de mi urbanismo sentimental, tanto o más que los tres huevos de la Equitativa y el monolito de la Plaza de la Merced. De manera que el hueco, el agujero, el desastre que es el cauce del Guadalmedina, ha terminado representando no sólo el fracaso de Málaga, su indolencia, su pasividad, su disposición a soportar los problemas y no a solucionarlos, sus complejos y sus comportamientos menos nobles; también a la propia Málaga, a su historia, a su idiosincrasia como lugar. No hay muchos sitios en Málaga, y muchos menos naturales, que hayan pervivido tanto, y eso a pesar de la leyenda negra que arrastra, de su condición de frontera ignominiosa, de todo lo que ha callado y calla sobre los abusos y crímenes de la Guerra Civil. Por lo tanto, y muy a nuestro pesar, el Guadalmedina, el no río, debe ser celebrado, exultado, sacado en procesión, porque quizá nos representa con más acierto y honestidad que otras enseñas mucho más respetadas. Es ahí, en ese agujero, donde debería celebrarse la Feria de Agosto, donde deberían desfilar los tronos en Semana Santa, donde se debería organizar la definitiva exposición de Picasso. Tanto tiempo ha habitado nuestra memoria y nuestros pasos que el agujero ya es uno de los nuestros.

Ahora cunde cierta alarma entre los responsables municipales porque el río se está convirtiendo en un vertedero, especialmente en su desembocadura, al lado del CAC, donde ya saben mucho de malos olores, sobre todo en verano (recuérdese la vergüenza que tuvimos que soportar a costa de la exposición de murales de Sorolla; siempre pensé que aquel acceso lateral, justo al ladito de las espumas, fue idea de un saboteador de la Junta de Andalucía). A buenas horas. Cierto, hay que evitar que el cauce se convierta en un basurero. Hay que evitar que se convierta en cualquier cosa. Como mucho, que lo sigan empleando sus usuarios habituales como campo de fútbol, canódromo, local de ensayo o cosas peores. Nada más. Pero que no nos quiten la nada. La nada es nuestro patrimonio. El que recibirán, agradecidos, nuestros hijos.

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