Algo que sobreviva en la melodía

calle larios

Hoy, Día Internacional de la Música, desayunamos con la noticia de que Málaga pierde definitivamente su Auditorio Pero lo que está aquí en juego es la memoria, y por tanto la ciudad

Un músico 'gnawa' en la Plaza de la Constitución: la memoria musical de Málaga abarca hoy otras latitudes.
Un músico 'gnawa' en la Plaza de la Constitución: la memoria musical de Málaga abarca hoy otras latitudes.
Pablo Bujalance

21 de junio 2013 - 01:00

NUNCA he sido muy amigo de estas cosas, pero desde hace algún tiempo salgo a dar paseos a pie embutido en mis auriculares. Ya sé que ir por ahí con la audición distraída puede resultar temerario, pero en fin, uno termina aprendiendo a mantenerse alerta (especialmente en lo que toca al tráfico; de poco, a veces, sirven los semáforos) y a extremar la vigilancia, aunque desde luego a más de un inconsciente se le debería prohibir esta práctica. A cambio, poner banda sonora a Málaga resulta un juego bastante estimulante. Al trasiego diario de la calle Larios le va que ni pintada la Jazz Suite de Shostakovich, y en Tomás de Cózar, Beatas, Trinidad Grund y demás enclaves ruinosos del centro el ruido de Einstürzende Neubauten añade tonalidades muy interesantes. Confieso que alguna vez me he metido en la iglesia de Los Mártires o la de San Juan a comprobar cómo suena Arvo Pärt ahí dentro, y en la Cruz Verde y Lagunillas, no sé por qué, el Atom heart mother de Pink Floyd encaja como un guante. Cuando voy por el Muelle Uno me gusta escuchar el Waterloo sunset de los Kinks, aunque el Hot rats de Frank Zappa me suena mejor en el Soho, allí por el CAC. También me las doy de moderno, no crean: Arcade Fire me suele acompañar cuando trisco por el entorno del Seminario y el Limonar con Sócrates, y Radiohead es un aliciente nocturno benefactor casi en cualquier sitio, pero más en la calle San Agustín a las horas en las que ya no pasa nadie. El plato fuerte consiste en ponerse a Mahler en alguna playa, de Huelin a La Araña, pero mejor (ya lo voy comprobando) en días grises y fríos. Y qué me dicen de Weather Report en Carranque o Portada Alta: pura magnitud de la percepción. Es curioso, pero este ejercicio me ha permitido a menudo ver a Málaga con ojos distintos, y sólo por eso ha merecido la pena. Siempre prefiero, que conste, ir alerta con las orejas bien abiertas para comprobar de qué habla el personal para luego dar cuenta en mis artículos; sin embargo, últimamente percibo tal volumen de reproches, frustraciones, mala uva y complejos que a veces opto por hacerme el tonto e irme con la música a otra parte. Casi he llegado a la conclusión de que, si no es en la barra de un bar o a bordo de un autobús, prefiero a Paul Simon.

Hoy se celebra el Día Internacional de la Música y en Málaga lo celebramos con la noticia de la disolución del Consorcio que trabajaba para la construcción del Auditorio en el Muelle de San Andrés. En realidad no es una noticia tan mala, ya que el organismo en cuestión no ha servido para nada en los últimos cuatro años. Pero son estas coincidencias las que dan salsa a la vida, por más que sigamos yendo a ver a la Orquesta Filarmónica al Teatro Cervantes e imaginando lo bien que sonaría en otra parte. Pero en realidad quiero dedicar este artículo a la música por una cuestión distinta (pueden leer todo lo relativo al asunto del Auditorio en la página 47 de este mismo ejemplar). Mientras camino con mis auriculares y mi Ipod, cual adolescente inadaptado, he pensado a menudo en el modo en que algunas músicas se asocian a los lugares por los que paso, igual que se asocian a personas y momentos. Y es que, en el fondo, la música está hecha de memoria, al menos en gran parte. Yo recuerdo, por ejemplo, a mi madre canturreando coplas en el lavadero mientras daba de comer a las tortugas, y a mi padre ponerse presumido por Pepe Marchena mientras sonaba su radio-cassette. Creo que en el fondo nos gusta tal o cual tipo de música porque excita nuestra memoria de una manera determinada. Trasladada esta idea a la ciudad, las conclusiones pueden ser reveladoras. Mi padre también presumía de que en su juventud había participado en un concurso de cante que se hacía en el Jardín de los monos cuando había monos, y de que algún año incluso lo ganó. Hoy me resulta difícil pasar por allí y no escuchar algún quejío, igual que no puedo atravesar el Eduardo Ocón sin evocar alguno de los muchos conciertos que he visto en el recinto. Pero, ¿qué músicas sonaron en este mismo lugar cuando se celebraba la Feria en el Parque, antes de que yo viniera al mundo? ¿Qué canturreaban los conductores de los viejos tranvías, qué sonaba en los transistores de la posguerra, qué cantes se formaban en tabernas como La Raya antes de que el propietario colgara el consabido cartel de Se prohibe el cante? ¿Cómo sonaba la Banda Municipal en sus orígenes, qué tarareaban las niñas de la Sección Femenina, qué himnos se entonaban en la iglesia de Santiago cuando oficiaba misa el padre Ángel? ¿Cómo sonaba Málaga? ¿Y por qué no ha quedado nada de aquella música? Hasta en esto está dispuesta la ciudad a olvidarse a sí misma. Maldita sordera.

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