El toque mediterráneo

Frontera natural de la ciudad antigua junto al río, el enclave que mejor conserva la esencia de la Málaga musulmana es un hervidero de gentes, negocios y estampas próximas al surrealismo menos complaciente

Pablo Bujalance / Málaga

07 de marzo 2010 - 01:00

Quien haya visitado el Bazar de las Especias de Estambul o el zoco de la antigua medina de Túnez y pasee por vez primera por el mercado de Salamanca encontrará ambientes y sonidos familiares. Afortunadamente, aquí los comerciantes son educados, nada groseros y además no regatean. Pero la disposición de las mercancías, la estrechez común de los pasillos, el trapicheo de compras e intercambios que funciona cual perpetuum mobile, la complicidad cercana a la socarronería entre clientes y despachantes y la arquitectura del propio edificio, construido entre 1922 y 1925 a partir del diseño de Daniel Rubio, con su emblemático arco de herradura, sus rejas modernistas y sus azulejos, invocan, con mayor poderío si cabe que el primigenio mercado de Atarazanas, a la más pura idiosincrasia de la cuenca Sur del Mediterráneo, como una conexión que reduce las distancias. Todo aquí comparte la misma proyección en el tiempo, la misma derrota de las prisas. El Molinillo es el enclave de la ciudad que mejor conserva la esencia de la Málaga musulmana, aunque, paradójicamente, sus orígenes se dieron fuera de la antigua muralla de la urbe, como frontera natural junto al río, en la extensión que ya desde el Medievo hizo crecer a Málaga más allá de sus límites como consecuencia de su condición cosmopolita. Quizá esa naturaleza de isla, que todavía hoy se advierte aun sin abandonar el Distrito Centro (cruzar al otro extremo de la calle Ollerías desde Carretería significa para la memoria y los sentidos, ciertamente, viajar a otra parte), es la que ha permitido que los sabores y espíritus de antaño pervivan a pecho descubierto.

Por mucho que lo construyeran en los años 20, un taxista afirma en la Goleta que el mercado de Salamanca debe su nombre a Rafael Farina. Por qué no: la Historia la escriben los valientes. Por si acaso, un poco más abajo, en la calle Cruz del Molinillo, el cantaor Antonio de Canillas, vecino y activista del barrio como pocos, se pasea junto a la oficina de Unicaja trajeado y encorbatado, hecho un pincel. Es un mediodía nublado, tristón, pero el hervidero de gentes es el mismo. En Duque de Rivas, esquina con San Bartolomé, un hombre que podría haber salido de una estampa de la posguerra vende espárragos junto a una señal de tráfico, de pie, y al menos uno de cada tres o cuatro varones se detienen a conversar con él. En la acera de enfrente, una cola se jubilados que discuten animadamente casi da la vuelta a la manzana frente a una panadería. Casi todo el mundo que camina lo hace con dos bolsas de la compra. En la misma calle San Bartolomé, y en Cruz del Molinillo, el tráfico es un atasco permanente y la gente se mueve entre los vehículos detenidos con soltura instintiva, casi sin mirar. Si dos se encuentran mientras cruzan la carretera, no dudan en detenerse entre dos coches para saludarse y contarse lo que les salga del cuerpo; generalmente, el tapón les va a dar tiempo suficiente. Buena parte de ese carácter mediterráneo se respira en los bazares cercanos, en las calles Duque de Rivas, Rosario y Alderete. En estas tiendas se puede encontrar prácticamente de todo, pero lo mejor son los escaparates, diseñados con una noción de la exposición propia de los años 50, pero muy efectiva. No quedan ya en Málaga muchos establecimientos de este corte: la ropa interior, los sets de maquillaje, las herramientas para prácticamente cualquier quehacer doméstico y los aparatos electrónicos más inverosímiles casi salen al paso, se ofrecen sin mesura, al estilo judío. Las cafeterías y bares están llenos, en su mayoría por hombres. Hace ya algunas décadas hubo aquí un Quitapenas histórico, y La Raya, en la Avenida de la Rosaleda, no quedaba lejos. Algo de las viejas tabernas perdura en el aire. No resulta difícil imaginar a un Falstaff castizo pidiendo una canaria sin huevos en un mostrador abarrotado.

Buena parte de la población corresponde a una extracción humilde. La mayorías de las viviendas son de categoría social, y en los bajos de los bloques más nuevos de las calles Tizo, Rosal, Alderete y Juan de la Encina varias organizaciones prestan diversos servicios de atención y formación a los vecinos. "Aquí hay mucho paro", comenta una señora que porta orgullosa un broche de la Inmaculada Concepción, "pero cada uno se busca la vida como puede". Dicho de otra manera: la economía sumergida es una moneda de cambio habitual en el barrio. Los trabajos sin contrato y las chapuzas esporádicas resultan soluciones decisivas en tiempos de crisis. No es difícil que alguien ofrezca cualquier cosa al peatón desprevenido a pie de calle, desde la rápida a relojes de imitación pasando por más espárragos. De cualquier forma, la oficina del SAE de Duque de Rivas amanece cada día con colas kilométricas. Por lo demás, todos los vecinos coinciden en valorar la mejora en la seguridad del Molinillo en los últimos años. Se puede pasear tranquilo a cualquier hora del día, aseguran, desde la Goleta hasta la antigua Gota de Leche. La música la ponen jovencitas en pijama y zapatillas que cantan tanguitos sentadas en sus portales, y algunos macarrillas que se pavonean con sus Hyundais y con el MP3 a todo volumen para demostrar lo mucho que les gustan El Barrio y Lady Gaga. De nuevo en la calle Cruz del Molinillo, la restaurada capilla de La Piedad ofrece un remanso de espiritual silencio al caminante. La imponente talla, protegida por un cristal en el que se refleja todo el exterior, recoge casi siempre el fervor de algún piadoso que se detiene unos minutos para aliviar sus males y pedir alguna bendición.

Un poco más arriba, cerca de la calle Capuchinos, la cruz que da nombre a la calle y al barrio mantiene su impronta de vieja posta, de demarcación del territorio cristiano. Al subir la cuesta, en la plaza homónima, se llega al colegio Divina Pastora y al Centro de Internamiento de Extranjeros. Pero los pasos se dirigen de nuevo al entorno del mercado, a calles como Tirso de Molina y Benjamín Palencia, donde también hay hueco para la leyenda. Cierto romance apunta a la existencia en la misma calle Cruz del Molinillo de un vampiro que aterrorizaba a los vecinos y se alimentaba de la sangre de sus víctimas. Tabletom le dedicó una canción, y hay quien asegura haberlo visto. Toda la magia es posible.

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