El próximo 8 de noviembre celebramos el Día Mundial del Urbanismo. Parece oportuno reivindicar, al menos desde la profesión, esta compleja y apasionante disciplina dedicada a la ordenación y planificación física de las ciudades. Nuestra ciudad de Málaga tiene una larga tradición histórica de numerosa documentación urbanística que le ha permitido ordenar sus estructuras y formas a través de los elementos urbanos y arquitecturas que la han construido a lo largo de los tiempos. Sin la acción del urbanismo, la ciudad sería un conglomerado indefinido, sin forma que la definiera ni estructura que la soportara, siendo imposible identificarla si no fuera por los espacios públicos y sus arquitecturas que nos referencian y entrelazan en las relaciones y actividades que generan en el permanente escenario de nuestra convivencia colectiva.
Si el urbanismo se asocia con la acción de construir la estética formal de la ciudad, la urbanidad introduce la dimensión ética de habitarla compartiendo aquello común que nos une. La urbanidad se manifiesta en nuestra necesaria convivencia cotidiana, en la manera de usar los espacios de la ciudad que hace posible vivirla y compartirla colectivamente. Son una serie de gestos que podríamos definir como de cortesía urbana que, sumados todos ellos, generan la cultura cívica: una cultura que compartimos con la equidad, respeto y disfrute que nos exige las relaciones e intercambios que nos genera sus múltiples actividades.
En nuestra ciudad lo urbano se ha venido estructurando a través de los potentes núcleos de barrios que la han conformado a modo de un collage en donde se van uniendo como fragmentos en un relato discontinuo en el tiempo. Las complejidades y contradicciones que provocan sus aparentes desórdenes, son también las oportunidades que en sus conjuntas acciones han permitido crear una ciudad viva y pujante a lo largo de su historia. Cómo sino entender la decidida apertura de la calle Larios en el Centro Histórico que realiza el Marqués para crear el más importante espacio público de la ciudad frente a la puerta de su Palacio, ubicado entonces en la actual Torre de la Equitativa, y también la posterior construcción del excepcional Parque ganando terrenos al mar como reconocimiento de los beneficios obtenidos en la operación inmobiliaria. Y cómo comprender ese interesante desarrollo de nuestra ciudad a través de procesos de nucleización con las magníficas barriadas que, a modo de fragmentos, van relatando sus continidades urbanas. Desde los históricos barrios del Perchel, La Victoria, Lagunillas, La Merced, Limonar, Pedregalejo, Palo, Huelin…, a las barriadas autárquicas de Girón, 25 Años de Paz, Santa Julia, Ciudad Jardín…, hasta las más recientes de Atabal, Los Prados, Los Tilos, Puerto de la Torre…, sin obviar la ejemplar barriada de Carranque promovida por el Cardenal Herrera Oria que junto con la calle Larios serían las dos más destacadas y cultas referencias de intervención urbanística en nuestra ciudad.
Incluso los desaciertos de posteriores actuaciones en la etapa desarrollista de la ciudad, principalmente de los años 60 del pasado siglo, podrían ser aún reconducibles en esa asignatura pendiente, ciertamente difícil pero muy posible y necesaria, de la rehabilitación de sus periferias, al igual que en los años 80 se realizó con sobresaliente éxito la rehabilitación del Centro Histórico de nuestra ciudad. Y como no reconocer los recientes desarrollos de la ciudad con los potentes barrios de Teatinos y Litoral Oeste, las extensiones de la Universidad y el que está generando el Parque Tecnológico…, que se plantearon en el Plan General del 83 y hoy son una realidad consolidada, descubriendo en la concreción física de sus ordenaciones los principios básicos de cómo construir su urbanidad.
Sin embargo, en la práctica urbanística actual se están utilizando confusos conceptos, y no pocas veces banalizando sus contenidos con instrumentos ineficaces que han distorsionado los procesos de sus propios desarrollos, debilitando uno de sus principales pilares de ordenar físicamente la ciudad con el necesario equilibrio entre la rentabilidad pública o social que debería legitimar la calificación urbanística del suelo privado para justificar sus rentabilidades económicas. También en un futuro, ya presente, aparece la escala territorial con las grandes movilidades que están generando las nuevas infraestructuras del transporte, acercando las distancias y tiempos en nuestras nuevas relaciones de habitar y trabajar. Y es aquí donde Málaga puede mostrar de nuevo su fortaleza, jugando un importante papel como potente centralidad no solo en la conurbación de la Costa del Sol sino en sus más cercanos entornos regionales como modelo de su futuro desarrollo metropolitano. Esa tensión, siempre presente en la ciudad, debería resolverse en favor de una estratégica planificación que, sin renunciar a la técnica de programar desarrollos y economías, no olvide su vocación humanista de garantizar el bienestar de habitarla. Porque sin urbanidad, el urbanismo pierde su condición de garante de la convivencia y la ciudad deja de ser ese espacio de consenso colectivo que la define de manera diferente en cada momento de su interminable viaje en la historia.
Hoy la técnica urbanística parece haberse estancado en procedimientos muy lentos y excesivamente burocratizados, incapaces de generar la narrativa de un relato que requiere su concreción para hacer realidad las soluciones a los nuevos y acuciantes problemas de la ciudad y sus territorios. Es un mal endémico que nace desde la deficiencia teórica del propio aprendizaje profesional y el frustrante proceso de quienes gestionan su práctica. Ante esta situación, la reflexión urbanística parece haberse refugiado en un lenguaje denso y opaco, saturado de normas y dogmatismos que generan ineficaces estrategias muy alejadas de poder hacer realidad sus planteamientos, lo cual relega aún más la urbanidad a un papel secundario cuando es precisamente la que otorga sentido a la convivencia y a los intercambios que vitalizan conjuntamente los objetivos sociales y económicos de la ciudad. La ordenación urbana, por su naturaleza, requiere la confluencia de múltiples conocimientos, y por ello la práctica del urbanismo no debería disociarse ni de su reflexión teórica ni de la experiencia práctica de saber construir la ciudad y también de hacerla habitable. Solo desde una visión conjunta y transversal puede encontrarse la creatividad que exige la concreción de sus nuevas ordenaciones como un auténtico proyecto urbano y territorial de la ciudad capaz de hacerse realidad. Las endogamias disciplinares, al encerrarse en sus aislados y confusos lenguajes, terminan convirtiendo los debates urbanos más en disonantes cacofonías de ruidos que en una ordenada melodía de cómo construir y vivir la ciudad.
Recuperar la urbanidad es, por tanto, garantizar la capacidad de compartir -como las venas de un cuerpo- la vida que recorre los espacios colectivos que se generan en sus desarrollos. En tiempos convulsivos de cambio de ciclo, desigualdad social y fragmentación cultural, la urbanidad se erige como una forma de resistencia: frente a la indiferencia, promueve el conocimiento de la innovación; frente al aislamiento, el encuentro colectivo de la acción; frente a la velocidad, la reflexión de mirar ese lejano futuro para hacerlo realidad. Son gestos simples, pero profundamente transformadores en una sociedad que ha confundido el progreso como acumulación desequilibrada y desarrollo desmesurado que frustra e impide precisamente poder hacerlo con el orden y equidad que lo legitime ante el orden de la ciudad. El futuro urbano dependerá de las actitudes que emanen de un urbanismo capaz de poder construir la ciudad y una urbanidad que permita compartirla y habitarla colectivamente. Podremos proyectar urbes más inteligentes, más sostenibles y tecnológicamente más avanzadas, pero si en ellas no se cultiva la urbanidad-esa inteligencia emocional del espacio compartido-todo resultará ser una vacía escenografía que difícilmente pueda perdurar en el tiempo.
En definitiva, el urbanismo puede construir la ciudad desde la complejidad que le plantea su permanente mestizaje y la sensual promiscuidad de sus desarrollos, pero la urbanidad le dará su capacidad de vivirla para poder compartirla y disfrutarla. Solo cuando ambas se reconcilian, la ciudad recupera su esencia original: ser, y seguir siendo, el mejor espacio colectivo para la convivencia humana.
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