Málaga

El vértice de la pirámide

  • El barrio con mayor número de habitantes por metro cuadrado de Europa es un hervidero de lenguas y miradas que espera el fin de las obras del Metro para recuperar su movimiento

Entre los barrios malagueños en los que parece haberse detenido el tiempo, La Unión resiste como territorio fabricado con el material más humano posible. Poco ha cambiado aquí en las últimas décadas, salvo el centro de salud y la conexión con Héroe Sostoa mediante el puente Juan Pablo II: la arquitectura, anodina y opaca, es la misma, como iguales son las esquinas, jardines, recodos. A espaldas de la Cruz de Humilladero, desde la estación de autobuses hasta la Avenida Juan XXIII, se abre un mundo asombrosamente diverso, una orgía de dimensiones babilónicas que tiene en su rutina diaria el mayor de sus acentos.

Quien mire aquí hacia arriba perderá el tiempo: el milagro sucede en las aceras. Árabes enfundados en cuero que conversan en una esquina con las manos metidas en los bolsillos y en voz baja, mirando de reojo, como si el resto del tránsito no fuera con ellos; abuelas que todavía mantienen la responsabilidad de alimentar a sus familias y pasean sus carritos entre las pescaderías y fruterías, pequeños comercios abiertos a pie de calle donde se puede encontrar prácticamente de todo; africanos que se desplazan en silencio y sospechosamente despacio, siempre con bolsas de plástico en las manos, aunque sean vacías, a la vez que sus mujeres compran en los supermercados mientras llevan a sus niños a cuestas; jovencitas que enseñan sus piercings y devoran bocadillos de salchichón en los portales; escuadrones de jubilados, que pasean a sus nietos arriba y abajo, siempre en la misma dirección; mecánicos que en la calle Flores García discuten a voces mientras se reparten la grasa de los automóviles; y hasta turistas despistados, mochileros de pro, que preguntan atónitos por dónde diantre se llega a la estación de autobuses.

Actualmente, sin embargo, el barrio se encuentra secuestrado por las obras del Metro, que lo atraviesan de parte en parte, a lo largo de la calle que le da nombre y de la calle Santa Marta, desde la Cruz de Humilladero. La maquinaria y el continuo trasiego, con la tierra violentada en la misma puerta de los bloques, han condenado a este enclave a una notoria invisibilidad. Los vecinos esperan sin más remedio el fin de la intervención, con mayor o menor paciencia: "Uno intenta acostumbrarse al ruido, a las estrecheces, pero en realidad no hacemos más que contar los días y esperar que todo esto termine cuanto antes", confiesa un chandalero que lleva el periódico debajo del brazo en esta mañana gris y se dispone a regresar a su vivienda. Para entrar casi tendrá que pelearse con una valla. La esquina casi no existe. Bajo el letargo lento de las excavadoras, este trazado de calles rectas, rendido al ladrillo más rojo y a alturas insobornables, aguarda el día en que su movimiento continuo le sea devuelto, el cruzar incesante que le convierte en un hervidero incontable y acrisolado.

El barrio de La Unión es desde hace algunas décadas, y según las diversas estadísticas, el más densamente poblado de Europa. No resulta extraño, especialmente a ojos nuevos, por mucho que nunca se hayan pisado ciertas calles de los cinturones industriales polacos y alemanes. Torres y más torres de pisos amplios unos, minúsculos otros, se suceden desde Santa Julia hasta los viejos tentaderos del ferrocarril. Precisamente, esta barahúnda informe y versátil tuvo su origen en la Renfe, que llamó desde Málaga a miles de habitantes del interior, dispuestos a partirse la espalda para mayor gloria de tecnologías rudimentarias y pesadas. Muchos de aquellos pioneros se marcharon con sus hijos; otros permanecieron. Pero los espacios liberados por los primeros fueron rápidamente ocupados por inmigrantes que hicieron de La Unión, además, una pequeña gran ciudad del mestizaje. Hoy, africanos, árabes y latinoamericanos han diluido considerablemente la excepción de sus guetos.

Los más jóvenes, de hecho, ya no son extranjeros: la inmigración alcanzará pronto la tercera generación y la pluralidad cultural es moneda de cambio habitual en los colegios del entorno. Aunque en su día la presencia de estos vecinos se localizaba de manera más pronunciada, ahora se reparte de manera mucho más natural. Lo habitual es que en cualquier bloque vivan dos o tres familias magrebíes o subsaharianas. Y la actitud ha sido siempre, por lo general, de bienvenida y aceptación mayoritaria. "Tengo unos vecinos negros que arman mucho jaleo, montan fiestas y ponen la música muy alta. Pero son jóvenes, imagino que lían la marimorena más por jóvenes que por negros", explica una adorable anciana de riguroso luto con pinta de saber mucho más de lo que cuenta.

Cuando se pasea y se asiste a semejante espectáculo, la sensación que sube a la boca es de un equilibrio milimétrico, el que mantiene un elefante sobre el fino cable para no desparramarse por los flancos. Uno piensa en el vértice de una pirámide invertida, el punto atómico que permite que todo se mantenga en pie: confesiones, lenguas, miradas, arrebatos, vestimentas, costumbres y oficios conviven como si todo hubiera estado aquí siempre. Eso sí, desde la mezquita a las peluquerías africanas donde pueden conseguirse las rastas más in del mercado, La Unión exhibe los empeños aplicados por quienes vinieron de fuera para hacer suya la parcela.

Ayer, Sábado de Pasión, salió la procesión de Humildad y Paciencia, con un recorrido notablemente modificado por las obras del Metro. En la plaza bautizada con el nombre de la hermandad, ya en las lindes de la calle Reboul, el barrio entero se entregó a la causa como cuestión de su propia identidad. Muy cerca, siguiendo la misma dirección de la calle, se encuentran lugares emblemáticos, incluso para quienes no viven en el barrio, como la taberna La Alegría (donde se tapea de escándalo a precios realmente económicos y a cuya puerta la chavalería hace plaza fuerte cada noche del viernes) y el antiguo campo de fútbol de la UD Mortadelo, hoy reconvertido en parking. Esta vena, próxima a las antiguas instalaciones de la Renfe, mantiene su sabor de coto industrial, de descampado remoto donde parece que el sol pica siempre con mala uva. No sorprende ver aquí, junto al instituto Miguel Romero Esteo, un buen número de perros abandonados, tendidos unos, otros que merodean por los contenedores. Un niño poco abrigado, moreno y rebelde, camina solo y se pierde tras la iglesia de San Vicente de Paúl, demasiado castigada por la humedad. Es fácil imaginar aquí el futuro.

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